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Blogs / Cultura
El toro, por los cuernos
Por Antonio Lorca
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La conmovedora, tierna, sensiblera y mentirosa historia del toro Ferdinand

La película es un divertimento total para niños y mayores y una falsedad como una catedral

Tráiler de 'Ferdinand'.
Antonio Lorca

Uno de enero de 2018. Seis de la tarde. Cientos de niños, kilos de palomitas y litros de refrescos abarrotan una amplia sala de un multicine sevillano. Todos han acudido a la llamada de Ferdinand, una película americana, adaptación animada por ordenador de un cuento del escritor Munro Leaf, publicado en 1936, que cuenta la historia de un toro bravo, que, en lugar de pelear, prefiere oler las flores del campo. En su día fue un éxito editorial, el texto fue traducido a sesenta idiomas, y se convirtió en un símbolo pacifista, contra el espíritu militar de la época (un animal que se niega a luchar), de tal modo que el texto, considerado subversivo, fue prohibido en la España franquista y en la Alemania nazi.

Walt Disney lo llevó a la pantalla en 1938, y la película, titulada Ferdinand the bull, ganó el Oscar al mejor corto de animación.

Ahora, Carlos Saldanha, director brasileño, ha convencido a la 20th Century Fox para que invierta más de 100 millones de dólares en una nueva versión del toro bravo por fuera, tierno por dentro, y la obra también ha sido preseleccionada para los prestigiosos premios de Hollywood.

¡Psss…! ('Silencio, niños, que comienza la peli...') Las tenues luces dejan paso a la penumbra, y la gran pantalla se ilumina con la imagen del simpático toro de ojos azules. ¡Psss…!

Ferdinand no quiere ser un toro bravo; no es un toro porque renuncia a su naturaleza animal

Una verde dehesa circunda lo que parece un cortijo andaluz, en uno de cuyos corrales juegan unos becerritos; entre ellos aparece el pequeño Ferdinand, que sostiene un cubo de agua en la boca. A duras penas mantiene el equilibrio por las travesuras de sus compañeros hasta que consigue su objetivo: regar un geranio que cuida entre las burlas de sus hermanos de camada.

Un camión de transporte de ganado llega a la finca; el padre de Ferdinand es el toro elegido para la lidia. “Voy a pelear por la gloria en el ruedo”, le dice todo orgulloso al ternero. “Yo puedo ser campeón sin tener que pelear”, contesta Ferdinand. “Ojalá fuera así el mundo”, replica el progenitor antes de partir hacia la plaza, con la promesa de volver triunfador.

Un compungido Ferdinand ve cómo uno de sus amigos aplasta su geranio, y, por la noche, comprueba que vuelve el camión, pero sin su padre. Embargado por la tristeza y la rabia, decide escapar de la finca, y es adoptado por un agricultor y su hija, que lo convierten en su amigo y mascota. Ferdinand y la niña disfrutan del campo, huelen las margaritas, corretean y duermen juntos. Desde su nueva casa, el becerro otea el Tajo de Ronda, y cada año acude con la familia a la ciudad con motivo de la feria de las flores.

Ferdinand, en la plaza de Las Ventas, en actitud de rebeldía ante 'el maestro'.
Ferdinand, en la plaza de Las Ventas, en actitud de rebeldía ante 'el maestro'.

Pasa el tiempo, Ferdinand crece, ya es un toro adulto y voluminoso, y, a pesar de la negativa de sus dueños, decide seguirlos hasta la ciudad malagueña, que luce en fiestas, plagada de guirnaldas y colorido. El picotazo de una abeja en el trasero del animal desata el mayor estropicio jamás visto en Ronda. Ferdinand corre despavorido, arrasa los puestos de flores y adornos, asusta a los vecinos, (“Creen que soy una bestia”, dice a su pequeña amiga), y destroza la feria hasta que, finalmente, es atrapado y trasladado de nuevo a la ganadería donde nació.

Entran en escena el ganadero, gordinflón y con mala pinta; una cabra charlatana e hiperactiva, que hace las veces de cabestro pero mantiene aspiraciones de ser entrenadora de toros bravos; el maestro, torero ególatra, feo, antipático y chabacano, los ‘hermanos’ de Ferdinand, toros ya preparados para la lidia, y unos caballos bailarines y afeminados.

El maestro busca el mejor toro para el mejor torero. Ferdinand, delicado y tierno, repite: “Yo paso de la violencia”, “No soy una máquina de matar”, “No soporto la sangre”; y sus amigos le replican: “Si no quieres acabar en el matadero, embiste”. Y los caballos apuntillan mientras brincan: “No te maltratan por ser diferente, pero eres un toro”. Por un equívoco fatal, el torero elige a Ferdinand y envía al matadero a dos compañeros de correrías.

Los niños que hoy acuden a los cines son los antitaurinos de mañana

Pero el protagonista está decidido a no luchar e intenta de nuevo la huida; ayudado en su propósito por unos erizos y la cabra parlanchina, todos atraviesan una habitación donde reposan las espadas del torero, una foto de su padre y pitones de toros lidiados a modo de trofeos: “El toro nunca gana”, musita.

Y decide liberar a sus hermanos condenados a morir en el matadero.

Trepidante es la acción para rescatar a sus amigos, y temerario y cargado de peripecias el traslado a la finca (un error de cálculo los conduce a Madrid) de todos los animales a bordo de un camión robado y conducido por los erizos, seguidos a poca distancia por el ganadero y vaqueros del cortijo, dominados por la furia.

La estación de Atocha y su intrincado laberinto de vías es el escenario de una vibrante persecución que acaba con la liberación definitiva de los animales amigos a bordo de una plataforma enganchada a un tren en marcha hacia Andalucía, y la detención de Ferdinand, que es conducido a la plaza de Las Ventas, abarrotada de público, para ser lidiado por ‘el maestro’.

Aterrorizado pisa Ferdinand la arena madrileña. Se resiste a pelear, no acude al caballo ni permite que le coloquen banderillas; se comporta como un toro manso, lanza al torero al callejón, le roba la muleta y es el toro el que torea al maestro entre el jolgorio de los asistentes. Cuando Ferdinand ve que su oponente monta la espada de matar, se sienta en la arena, alguien tira un clavel y pide el indulto.

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Llueven las flores, Ferdinand las huele y rememora la dehesa rondeña. Le perdonan la vida, la niña que lo había adoptado como amigo y mascota se lanza al ruedo y los dos se funden en un abrazo mientras la plaza estalla en una emocionada ovación.

Ferdinand vuelve al campo con sus amigos y recupera su añorada vida bucólica en la verde pradera rondeña.

The End. Se acabó. Se encienden las luces, y ahora son los niños los que espontáneamente aplauden la hazaña de Ferdinand.

Se te queda cara de bobo porque la peli es una pasada artística, un divertimento total para chicos y mayores, que hace reír, llorar, gozar y te emociona de principio a fin.

Qué pena que Ferdinand sea una mentira como una catedral; que triste que, una vez más, se manipulen mensajes tan válidos como el amor y el respeto a los animales para intentar engañarnos a todos.

Ferdinand no quiere ser un toro; no es un toro; renuncia a su naturaleza animal. Es un ser humano que, como la inmensa mayoría, detesta la violencia y añora la paz.

Ferdinand rechaza su destino de toro bravo, como si la gallina pudiera renunciar a poner huevos, el perro a andar a cuatro patas o el león a perseguir y devorar al ñu. El mensaje de la película es profundamente antinatural.

Ferdinand dice no al matadero y no a la lidia, supuestos sinónimos del maltrato. Y el paso siguiente sería la total desnaturalización de la sociedad actual.

Lo más grave no es que los niños que abarrotaban el cine sevillano sean los antitaurinos de mañana; lo peor es que la manipulación les lleve a la ignorancia. Si no quieren ser aficionados a los toros, que no lo sean; pero que no los engañen: un toro bravo es un animal y no una persona.

En fin, que en aras del malévolo buenismo imperante, la película Ferdinand es una preciosa, tierna, sensiblera y mentirosa historia.

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Sobre la firma

Antonio Lorca
Es colaborador taurino de EL PAÍS desde 1992. Nació en Sevilla y estudió Ciencias de la Información en Madrid. Ha trabajado en 'El Correo de Andalucía' y en la Confederación de Empresarios de Andalucía (CEA). Ha publicado dos libros sobre los diestros Pepe Luis Vargas y Pepe Luis Vázquez.

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