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El arca de las semillas

La entrada a la Bóveda de Semillas de Svalbard está en una montaña helada.
Guillermo Altares

LA SOLUCIÓN al problema más grave al que pueda enfrentarse la humanidad, la destrucción masiva de cultivos por una enfermedad o por el cambio climático, se encuentra al final de un túnel de 150 metros que se hunde en la tierra helada de una montaña del Ártico, en un archipiélago noruego cerca del Polo Norte. Se trata de un banco de germoplasma universal, la Bóveda de Semillas de Svalbard (Svalbard Global Seed Vault), que pretende reunir una copia de seguridad de todas las plantas comestibles del mundo para convertirse en una especie de arca de Noé vegetal. Ya alberga la mayor colección de semillas del planeta. Aunque es conocido como el banco de semillas del fin del mundo, su objetivo no está dirigido solo a los desastres del futuro, sino también a los del presente.

La Bóveda parece un edificio de una película de James Bond: una enorme estructura de hormigón surge de una montaña helada, cerca del aeropuerto de Longyearbyen, la ciudad más al norte del mundo, capital de las Svalbard, un ­archipiélago de soberanía noruega. La puerta de hierro, que permanece cerrada salvo ­durante breves periodos, da paso a un túnel que se adentra en el permafrost, la tierra permanente helada. Al final, en el interior de la montaña, tres cámaras, mantenidas artificialmente a 18 grados bajo cero, albergan las semillas con la memoria vegetal de la humanidad. En el resto de la instalación la temperatura ronda los cinco grados.

Las cajas que guardan los materiales.

En el exterior, desde la entrada se contempla la pista del aeropuerto y, más allá, una impresionante vista del fiordo de Longyearbyen, con nubes que se mueven rápidamente sobre montañas heladas. Es ya el territorio del oso polar: aunque está situada a apenas cinco kilómetros del centro de la ciudad, unos minutos en coche, por ley se debe ir armado con un rifle en los alrededores de la Bóveda ante la posible presencia de esos grandes carnívoros.

El motivo por el que fue construido en un lugar tan remoto se debe a que se trata de uno de los territorios con menos actividad sísmica del mundo. También influyó que, en caso de desastre universal, el frío permitiría conservar las semillas incluso sin electricidad. Se encuentra a solo 1.400 kilómetros del Polo Norte y en verano el termómetro rara vez sube de los cinco grados. Además, el Gobierno de Oslo generaba la suficiente confianza como para entregarle la custodia de algo tan valioso: las semillas, que pueden ser copiadas, modificadas y patentadas, representan un negocio multimillonario para empresas como Monsanto.

Noruega pagó la obra, que costó nueve millones de euros, y se ocupa de la gestión junto a Crop Trust, una fundación internacional apoyada por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), y el banco de semillas que comparten los países ­escandinavos, Centro Nórdico de Recursos Genéticos (Norg­Gen). “Noruega estaba dispuesto a hacerlo, pagaba por ello y además es un país del que todo el mundo se fía”, explica el profesor estadounidense Cary Fowler, de 67 años, uno de los impulsores de este proyecto. El hecho de que la ciudad tenga un aeropuerto internacional y un puerto permite llevar las semillas y garantiza la seguridad del material en caso de que los expertos tengan que acudir por problemas en la Bóveda.

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Creo que el planeta se enfrenta a la mayor crisis alimentaria de su historia y gran parte de las respuestas encuentran su solución en este banco de semillas”, prosigue Fowler. “El cambio climático va a traer todo tipo de problemas. Vamos a lidiar con temperaturas extremas cada vez más fuertes. También se producirán migraciones de enfermedades. Veintiuno de los 37 acuíferos más importantes del mundo están en declive, mientras que la agricultura absorbe el 70% del agua dulce”, agrega. La conversación tiene lugar en un hotel de Longyearbyen, justo en el mismo salón en el que Fowler y un reducido grupo de expertos diseñaron el banco de semillas a finales de los años noventa.

Desde su construcción en 2008 ha logrado reunir en torno al 40% de la diversidad alimentaria del mundo: 843.400 semillas de 5.128 especies diferentes que provienen de 233 países. “Necesitamos que ese material esté disponible porque no sabemos a qué nos vamos a enfrentar en el futuro”, asegura Marie Haga, directora general de Crop Trust. “Es un seguro para la humanidad si algo va mal y, como cualquier seguro, es mejor no utilizarlo. Las semillas son uno de los recursos más importantes del planeta, porque representan el trabajo de granjeros durante 12.000 años. Es nuestra historia, pero también es nuestro futuro”.

Para conservar semillas, el almacen está a 18 grados bajo cero.

La Bóveda se rige por un sistema idéntico al de las cajas de seguridad de los bancos: solo los dueños de las semillas tienen derecho a reclamarlas y nadie puede acceder al material que se almacena sellado. Sin embargo, algunos Gobiernos todavía no han dado el paso precisamente por el enorme valor de su patrimonio vegetal. El hecho de que estén registradas muestras de 233 países no significa que un número equivalente de Estados hayan llevado sus semillas, sino que muchos depositarios son bancos de genes que reúnen granos de numerosos lugares. Japón, como país, no ha llevado todavía sus muestras, pero la Universidad de Okayama depositó las primeras en marzo. Brasil acaba de empezar los envíos, pero India y China no han firmado. España ha iniciado los trámites y figura en los registros.

Aquella mañana de principios de marzo se encontraban en el banco para recibir el nuevo cargamento Asmund Asdal, coordinador de operaciones; Roland von Bothmer, asesor del proyecto y experto en diversidad vegetal, y Johun Axelsson, un tímido sueco que lo sabe todo sobre la conservación de las semillas. El material viene en cajas y dentro ha sido deshidratado, para evitar que se pudra, y se guarda al vacío en bolsas de plástico para alargar su conservación. Primero lo pasan por rayos X y luego lo almacenan en las cámaras heladas. La temperatura es esencial: unas semillas de hace unos 30.000 años, encontradas recientemente congeladas en el permafrost en Siberia, pudieron germinar.

Mientras Asdal se congratula porque el Gobierno español haya decidido por fin iniciar los trámites para sumarse al proyecto, Von Bothmer se interesa por un banco de germoplasma que recopiló el profesor español César Gómez Campo. Teme que se haya perdido. Afortunadamente está a salvo, conservado en la Universidad Politécnica de Madrid. Su pasión va mucho más allá de la ciencia y la importancia de Svalbard no es teórica ni trata de lidiar con pesadillas de ciencia-ficción. “No lo veo en absoluto como un monumento ni como una memoria de la humanidad. Es algo que puede llegar a ser muy útil”, afirma Asdal. Von Bothmer, por su parte, explica: “Hemos perdido muchas semillas. En un país, no puedo decir cuál, un funcionario corrupto no pagó la electricidad y se pudrió todo. En Egipto, durante la revolución, se salvaron las semillas, pero se perdió la base de datos, así que no sabemos lo que hay. En Tailandia se pudrieron, en Filipinas se inundaron, en Afganistán o en Irak ni siquiera sabemos lo que ha desaparecido”.

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En la primera imagen, Cary Fowler, fundador del banco de semillas. En la segunda, Asmund Asdal, coordinador de operaciones. JAMES RAJOTTE

El banco de Svalbard solo ha devuelto semillas una vez, en 2014, a causa de la guerra de Siria. Alepo, la capital económica del país arrasada durante el conflicto, albergaba el banco de semillas del Centro de Investigación Agrícola de los Climas Áridos (ICARDA, en sus siglas en inglés). Se trata de un material especialmente importante, porque reunía las semillas de los países más secos de la tierra y la resistencia a la falta de agua va a ser algo esencial para los cultivos del futuro, sobre todo en climas como el mediterráneo. Sin embargo, todo el banco resultó destruido. Gracias a que las semillas habían sido depositadas en Svalbard, los responsables de ICARDA pudieron reclamarlas. El banco de genes está siendo reconstruido en Rabat y Beirut. Una vez que haya sido duplicado, las muestras volverán a ser enviadas de nuevo al Polo.

Sobre la importancia de que se conserve tanta diversidad genética como sea posible, Marie Haga, que fue líder ecologista en Noruega y ocupó varios ministerios en los años ochenta y noventa, asegura: “El cambio climático va tan rápido que las plantas no llegan a adaptarse. El trigo nació en Oriente Próximo y ahora se cultiva en Canadá. Nos preocupamos por las grandes especies, como los elefantes o los tigres, y nos olvidamos de que nuestro futuro se encuentra sobre todo en la biodiversidad vegetal. No quiero decir que esos animales no sean importantes, pero debemos tener claro que la seguridad alimentaria depende de las semillas. Y con el cambio climático, mucho más. La agricultura nunca se ha enfrentado a un desafío similar: no solo es el clima, sino que dentro de 30 años habrá 2.000 millones de personas más para alimentar. Es un desafío nuevo y no estoy segura de que los políticos sean conscientes”.

Los expertos de Crop Trust explican que en Estados Unidos, por ejemplo, desde el siglo XIX se han perdido el 90% de las variedades. En China quedan el 10% de las que se utilizaban en 1950. En México ha desaparecido el 80% de los tipos de maíz desde 1900. “Mucho material único está en riesgo. Si lo perdemos, perdemos opciones”, prosigue Haga. Antes de dedicarse a la conservación, Cary Fowler fue activista contra la guerra de Vietnam y asistió en Memphis, su ciudad natal, al último discurso de Martin Luther King antes de su asesinato. “Todo eso está conectado con mi trabajo actual. Si no tenemos un sistema alimentario que funcione, dudo mucho que tengamos un mundo pacífico”, afirma.

Cuando se inauguró, la Bóveda provocó algunas críticas por parte de científicos que consideraban que era una especie de frigorífico de lujo, de difícil acceso en caso de catástrofe, y que la prioridad debía consistir en trabajar con los agricultores sobre el terreno. Pero el escepticismo ha ido atemperándose y actualmente la mayoría de la comunidad científica apoya la idea porque además, una vez realizada la inversión inicial, el mantenimiento es muy barato: la temperatura está monitorizada y solo un empleado local se acerca casi todos los días.

La ONU apoyó el proyecto “porque facilita el intercambio legal de material entre los países”, explica Francisco López, experto de la FAO, quien cree, sin embargo, que no puede ser el único sistema para garantizar la diversidad genética. “La conservación es importante, pero también el uso sostenible de las semillas, así como la contribución de los agricultores de todo el mundo a este proceso. La FAO trabaja para apoyar a los bancos en la distribución de material para la mejora de las variedades existentes y contribuir así al incremento de la producción de una forma más sostenible”.

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Marie Haga, directora ejecutiva del crop trust

En la primera imagen, el sueco Johun Axelsson, experto en la conservación del material. En la segunda, Marie Haga, de Crop Trust. JAMES RAJOTTE

Nigel Maxted, un experto independiente en diversidad genética de la Universidad de Birmingham, explica: ­“Svalbard provee un espacio seguro a largo plazo y además es imposible copiar las semillas porque solo tienen acceso a ellas sus dueños”. Preguntado sobre la posibilidad de una enfermedad que provoque un desastre, replica: “Ya ha ocurrido. Por ejemplo, la hambruna de la patata en Irlanda”. Entre 1845 y 1852, una plaga arrasó los cultivos de este tubérculo en Europa, pero fue especialmente virulenta en Irlanda por la dependencia de ese alimento y por la escasa diversidad genética de los cultivos, que los hizo mucho más vulnerables. Un millón de personas murieron de hambre y otro millón emigraron a Estados Unidos, con lo que el país perdió un 25% de su población en unos años. Y el doctor Maxted pone otro ejemplo, más reciente y menos dramático (por ahora): el Ug99.

Se trata de un hongo que afecta al trigo y que comenzó a propagarse por África y Oriente Próximo después de haber sido detectado en Uganda en 1999 (de ahí su nombre). En torno al 20% de las calorías que consume la humanidad provienen de este cereal, del que se producen unos 100 kilos por habitante en el planeta. La expansión a todos los continentes del Ug99, que arruina cosechas, podría provocar una especie de hambruna de la patata universal. Un equipo de la Facultad de Agricultura de la Universidad de Sídney identificó un gen resistente al Ug99, el Sr33. Se encontraba en una planta de la familia del trigo que se cultivaba durante la edad del bronce en Oriente Próximo. Un equipo conjunto de dos universidades estadounidenses, Kansas State y California-Davis, encontró otro gen también clave para detener la enfermedad, el Sr35: una variedad de trigo turca.

Ninguna historia sirve para ilustrar la importancia de los bancos de genes como la del pionero de la conservación, el ruso Nikolái Vavílov (1887-1943). Director de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas, fue el primer científico que de manera sistemática recopiló una colección de semillas, para la que organizó expediciones en todo el mundo. Sin embargo, sus repetidos enfrentamientos con Trofim Lysenko, un investigador que negaba la genética por considerarla una ciencia burguesa y que contaba con el apoyo de Stalin, acabaron por provocar su deportación y su muerte en prisión en 1943. En los tiempos de la colectivización forzosa, un cataclismo que provocó una hambruna con millones de víctimas, los debates agrícolas eran una cuestión de vida y muerte.

Durante la invasión alemana de la URSS, los nazis trataron de hacerse con su colección, aunque solo consiguieron réplicas parciales conservadas en Ucrania y Crimea. Sin embargo, la colección íntegra, con 250.000 muestras, se encontraba en Leningrado (San Petersburgo), que sufrió un espeluznante asedio de 28 meses por parte del Ejército de Hitler. Los habitantes de la ciudad se comieron absolutamente todo y se calcula que unas 620.000 personas murieron de hambre. Se denunciaron casos de canibalismo y, por ejemplo, los perros que utilizó Pavlov para sus experimentos fueron devorados, al igual que las ratas o las palomas. Sin embargo, los responsables del cuidado del banco de semillas de Vavílov no lo tocaron, aunque varios murieron de inanición.

Muestras de guisantes de Alemania.

“Cuanto más sabemos sobre ellas, más útiles son. No tenemos permiso para tocarlas, pero están duplicadas en otros bancos de genes, y ahí sí podríamos recurrir a ellas”, asegura Von Bothmer. “Se trata de una riqueza económica y cultural que no podemos perder. En los próximos años nos vamos a enfrentar a unas condiciones agroclimáticas que nos podrían obligar a utilizar o conseguir plantas adaptadas a esa nueva situación”, afirma por su parte el español Manuel Laínez, director del Instituto Nacional de Investigaciones y Experiencias Agronómicas y Forestales (INIA), el organismo dependiente del Ministerio de Economía responsable del principal banco de semillas español, el Centro de Recursos Fitogenéticos en Alcalá de Henares.

En España existen 37 bancos de semillas que dependen de diferentes instituciones —universidades, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, comunidades…— que, a su vez, tienen un duplicado en Alcalá, aunque la gestión es muy diferente de la Svalbard, ya que las muestras están a disposición de todo el mundo. “Es un material público, que puede ser solicitado por agricultores o asociaciones. En España existen bastantes ejemplos de productores que tratan de recuperar especies, por ejemplo de legumbres, que habían dejado de cultivarse”, señala Laínez. Como sus colegas de Svalbard, considera que la llave para el futuro de la agricultura mundial puede encontrarse en su pasado.

Recorrer las cajas almacenadas en las gélidas cámaras de Svalbard muestra la inmensa variedad de cultivos que la humanidad ha creado desde la revolución neolítica, el acontecimiento más importante de la historia: la domesticación de las plantas y los animales, hace unos 12.000 o 10.000 años en Oriente Próximo, China y América. El neolítico dio lugar a las ciudades, a las culturas organizadas, al reparto del poder, a las naciones… Al trigo, el arroz y el maíz les siguieron cada más especies y variedades. Las cajas, de diferentes formas aunque similares tamaños, muestran cultivos de México, Canadá, EE UU, Etiopía, Dinamarca o incluso del país más hermético de la tierra, Corea del Norte.

De cada uno de los cultivos básicos que nos alimentan –cereales como el trigo, el maíz, el arroz, la cebada o el mijo– existen cientos o miles de variedades, pero también de patatas o chiles –una delegación del Congreso de Estados Unidos viajó hasta Svalbard para entregar las semillas y mostrar su apoyo al proyecto–, de lechuga, de árboles frutales o de legumbres. Existen productos, como el coco, que todavía no se pueden almacenar porque se pudren, aunque Crop Trust está trabajando en su crionización. La lista entera de especies representa un recorrido por la inmensa diversidad de la alimentación humana.

Aunque en cierta medida todas las especies comestibles son fruto de modificaciones humanas de plantas que en un pasado remoto fueron silvestres, en Svalbard no se guardan semillas creadas de forma artificial, como las que patentan y venden las grandes compañías. “La agricultura no es natural, todas nuestras plantas son inventos de la ingeniería genética”, explica Cary Fowler. “No me interesa el debate sobre las nuevas tecnologías. No me preocupa si utilizamos semillas artificiales o naturales, la necesidad de conservar la diversidad es independiente de esa polémica. Un proyecto como este está pensado para un espacio temporal mucho más amplio, en cientos o miles de años”.

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Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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