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Juan Manuel Bonet: “La cultura del franquismo no fue un erial”

Anatxu Zabalbeascoa

JUAN MANUEL BONET (París, 1953) es muchos bonets. El actual director del Instituto Cervantes fue el autor precoz del Diccionario de las vanguardias en España 1907-1936 (Alianza), y dirigió, entre 2000 y 2004, una de las instituciones más emblemáticas y politizadas de la cultura española, el Museo Reina Sofía. Poeta impresionista y bibliófilo —tiene más de 40.000 libros—, el Bonet privado es capaz de recorrer el Rastro a las siete de la mañana y hallar, todavía hoy, primeras ediciones. Es, finalmente, un estudioso que relaciona todas las artes y defiende todas las partes: proyectó una Sala Buñuel en el Reina Sofía en la que el gran cineasta convivía con la poesía del 27 y la vanguardia pictórica de la época. Así, precoz, transversal y torrencial, tan diplomático con el discurso político como apasionado con el artístico, es difícil dar con un hecho cultural que no interese a este historiador —“ojo, me faltó completar una asignatura”, advierte como si su obra no sobrepasara cualquier título—. Nacido en París porque su padre, el catedrático de Historia del Arte Antonio Bonet Correa, daba clase en la Sorbona cuando se casó con una alumna, su madre, él mismo está casado con la historiadora polaca Monika Poliwka. Es ella quien, mientras lo retratan en su casa de la calle de Ferraz de Madrid, resume la historia de los cientos de fotografías, grabados y pinturas que empapelan las paredes.

¿Ha sido más político que académico? Político no, gestor. Mi padre fue mi primer guía. Abrió caminos para investigar la historia del arte en España. Yo dedicaba mi vida a estudiar cuestiones artísticas y literarias cuando me llamaron para dirigir el IVAM [Instituto Valenciano de Arte Moderno].

Luego se hizo cargo del Reina Sofía, el buque insignia de la museografía española. Es el museo de la Transición. Tiendo a leer la historia como una suma de historias y en un cargo de responsabilidad se debe defender lo que se cree y se debe hacer un esfuerzo por abrirse a incorporar nuevas informaciones. He defendido la conexión entre arte, música, arquitectura y literatura. Puede parecer una herejía, pero a Jean Cocteau lo ha expuesto el Pompidou, y a Ezra Pound, la Tate.

Lleva siete meses dirigiendo el Cervantes. ¿Por qué le interesa la política cultural? Me crie rodeado de la cultura. De adolescente, en Sevilla, escribía poemas en francés que, por suerte, no se publicaron. Pero con 15 años escribía ya en el periódico en el que mi padre dirigía las páginas de arte, El Correo de Andalucía. Firmaba como Juan de Aix, la localidad de la que era originaria la familia de mi madre. Juana de Aizpuru abrió su galería y por casa de Carmen Laffón pasó toda la escuela de Cuenca. Les hice entrevistas hasta que empecé a pintar con Quico Rivas en el Equipo Múltiple. Llegamos a exponer en una colectiva de Juana de Aizpuru.

“La generación de la Transición, a la que pertenezco, aprendimos de la coexistencia de contrarios. Por eso la reivindico, incluso ahora que se denuesta”.

¿Por qué dejó de pintar? El crítico es un pintor frustrado, ¿no? Era el caso.

En Madrid dirigió la galería Buades. Expuso a la nueva figuración: Alcolea, Pérez Villalta. Y con 30 años sí publicó poesía. Para entonces había tenido tiempo de probar: más vanguardista, más novísimo… Y me hice amigo de Andrés Trapiello.

¿Cómo? Peleándonos. En un final de etapa de enfant terrible, me metí con algo que había escrito y me llamó. Pasamos a vernos a diario. Me recogía con su dos caballos. Redescubrimos ciertas raíces españolas que en general nadie quería recordar. Todavía somos muy amigos. Casi no sé hablar de mí sin hablar de él.

¿Todavía van al Rastro? Todos los domingos. A primera hora.

¿Se pelean por lo que encuentran? A veces. Pero la mano que llega antes es la que cuenta. Últimamente encontré Primeras canciones, el último libro de Lorca, de 1936.

Miraron donde nadie miraba. En los ochenta fre­cuentábamos a abuelos. Pero escuchábamos en estéreo: por una oreja a Giménez Caballero y por la otra a Bergamín.

Un fascista y un comunista. ¿Escucharlo todo era más fácil que tomar partido? O más difícil, porque nadie lo hacía.

¿Su colosal Diccionario de las vanguardias es fruto de conocer a esa gente? Y del Rastro. Hablamos con Rosa Chacel, con Eugenio Granell, con Ramón Gaya, un pintor entonces olvidado.

¿Por qué habían dejado de interesar? Lo que no se identificaba con la modernidad se rechazaba. Cuando Gaya regresó a España en los sesenta era el momento del informalismo. Se consideraba démodé, anticuado. ¡Perdón!, en el Cervantes me prohíben utilizar palabras de otros idiomas. Si Solana o Gaya hubieran sido italianos o belgas, tendrían fama mundial. Somos extremistas en nuestras pasiones y nos perdemos los matices de la convivencia.

Juan Manuel Bonet, fotografiado en su casa de la calle de Ferraz de Madrid.

Justo lo que a usted le interesa. Pertenezco a la generación de la Transición. Aprendimos de la coexistencia de contrarios. Por eso la reivindico, incluso ahora que se denuesta. Respeto a los políticos que fueron capaces del entendimiento. Martín Villa y Carrillo, Suárez y Felipe González vieron que era necesario reconstruir los puentes, la reconciliación nacional, que decía el PC.

¿Hoy no interesa llegar a acuerdos? Hay interés en denostar. Algunos herederos de Carrillo consideran que hizo demasiadas concesiones. Las instituciones culturales deben estar al margen de la política partidista. El Cervantes es eso, una cuestión de Estado.

Ha sido un conservador progresista: estudioso de las vanguardias, reivindicador del papel de los intelectuales exiliados y analista de “lo español en el arte”. ¿Es visto como de derechas porque ha trabajado para Gobiernos del PP? Políticamente he evolucionado, como tanta gente de mi generación. Estuve en la extrema izquierda y luego cambié hacia zonas más templadas. Hoy soy de extremo centro.

¿Cuál es el partido de extremo centro en España? Ah, no lo sé. Francia está en el extremo centro: gente muy diversa capaz de ponerse de acuerdo. Soy un liberal que quiere escuchar. No me gusta mirar con anteojeras. Por eso lamento que el clima de diálogo y entendimiento de la Transición no se haya mantenido. No comparto una visión partidista de la cultura. Las instituciones culturales están por encima de cualquier visión de partido.

Hombre, el IVAM… No hablo de las etapas posteriores de los museos que he dirigido. Ni para bien ni para mal. Como mucho, remito al IVAM de mi época: una visión plural con Alex Katz y Erik Satie. Ya cuando escribía el Diccionario defendí un reencuentro con toda la cultura, la blanca, la roja y la que cambia de color. El mundo es demasiado complejo para pretender simplificarlo.

¿No hay algo anti natura en que un joven apueste más por la visión enciclopédica que por la ideológica? Siempre he sido así. En el colegio Estudio me llamaban “el periodista” porque llevaba recortes. En mis memorias, La ronda de los días, hago un elogio de las listas. Octavio Paz me escribió y me dijo que él también defendía las listas.

“En Estados Unidos hay que defender la presencia del español también en la alta cultura, no solo en las novelas de aeropuerto”.

¿Por qué intelectualmente la derecha tiene peor fama? En España, evidentemente, porque el franquismo aisló el país. Con todo, tuvo etapas. Ruiz-Jiménez empezó a abrir puertas en los cincuenta. Tàpies, Saura y Oteiza fueron promovidos por Luis González Robles. Hubo franquistas que, a pesar de la enorme dificultad de vivir en un régimen sin libertades, supieron abrir ventanas.

¿Difundir la obra de Tàpies y Saura ayudó a la dictadura? Sí, en cuanto a imagen, pero también acabó ayudando al restablecimiento de las libertades. La Transición fue una continuación de esa apertura. Dionisio Ridruejo fue un Goebbels español en los años cuarenta y sin embargo publicaba a Antonio Machado, además de cosas terroríficas. No es verdad que la cultura del franquismo fuera un erial. Buena parte de los intelectuales se exilió, pero aquí se quedaron Gerardo Diego, Laín Entralgo, Josep Pla, Cunqueiro… Trapiello y yo leímos a autores que la gente, por asco, llegó a pensar que no merecían la pena. A pesar de la recriminable ausencia de libertades, en una historia global del siglo XX ya no es posible decir que toda la cultura española se marchó al exilio.

¿Es más moderno Tàpies que Morandi? El siglo XX tiene muchos rostros. Los dos abordan la modernidad de forma muy distinta. Severo Sarduy escribió un soneto sobre Morandi y otro sobre Rothko. Como él, yo necesito el silencio, la experiencia íntima, pero también la maestría de Morandi, que se apoya en la tradición y reflexiona sobre ella. Cuando tenía 20 años no me gustaba Filippo de Pisis. Necesité madurar para reconocerlo como artista.

¿Quién representa en España esa vertiente clásica? Ramón Gaya, Cristino de Vera o Xavier Valls. Hay una estirpe de pintores figurativos muy esenciales. No hay que limitar la lista. Para mí el suizo Helmut Federle es el ­Rothko de nuestro tiempo.

¿Por qué la figuración pictórica ha sido vista como conservadora? Goza de mala fama entre los modernos de vía estrecha. Hay lugares donde ha sido maldita, como Italia, porque fue promocionada por el fascismo y los pintores quedaron proscritos. A Hopper se le perdonó la vida, pero la figuración se ha asociado a la propaganda. En los sesenta parecía más importante un pintor abstracto de tercera fila que un buen figurativo, pero en la relectura del siglo XX la figuración ha recuperado su importancia. Hoy es justo reconocer que en el XX no todo fue abstracción: fue un siglo riquísimo del que no hemos terminado de conocer sus rincones.

¿Qué ha quedado de la pintura española de los ochenta? Solitarios muy buenos: Campano, Sicilia, Pérez Villalta, Juan Navarro Baldeweg, el polifacético Dis Berlin, Luis Palmero o Miquel Barceló, claro.

¿Cuánto tiempo tiene que pasar para poder juzgar una obra? Alcolea deslumbraba desde que empezó. La actitud se impone.

El arte que defiende es la antítesis del panfleto político. Sí. No participo del fervor por el arte de los sesenta y setenta que se está revisando ahora. Necesito que el arte me entre por los ojos. Soy más retiniano, que diría Duchamp.

Pero no es nada duchampiano. Ni warholiano tampoco.

Sin embargo, el mundo pop sí le interesó. Los raros del pop: Patrick Caulfield, que es el pre Julian Opie, es mi favorito. Compré uno de sus cuadros para el Reina Sofía.

Que en España tantos directores de museo se asociaran a injerencias políticas, ¿es un fracaso? Sí. Pero tengo la conciencia tranquila. He dirigido siempre museos inclusivos.

¿Esas injerencias se están evitando con el código de buenas prácticas para elegir por méritos a los directores? No creo. Es una teoría bonita que no se ha aplicado mucho.

¿Qué hace a un buen director de museo? Debe respirar el aire de su tiempo, pero tener conciencia de la creación plural. Debe incluir lo español y lo latinoamericano. España tiene un pasado artístico más internacional de lo que se juzgó durante el franquismo.

Se siente orgullo ante una lengua que ha sido capaz de cruzar el Atlántico, modularse y mantenerse entre las grandes de los últimos siglos.

¿El Guernica es fundamental en la colección del Reina Sofía? Es su sitio. Allí está su contexto. El Reina es un producto de la época de Felipe González, sin embargo fue la UCD la que impulsó el regreso del Guernica. Esa colaboración que valora la cultura por encima de los partidos es clave.

¿Cuántos libros tiene? Unos 40.000.

¿Para qué tener libros que nunca podrá leer? Soy bibliófilo a mucha honra. Pero la cantidad exacta habría que preguntársela a mi esposa.

¿Por qué? Dice que busco pretextos para tener dos de cada. Lo que sucede es que encuentro mejores ejemplares: firmados, dedicados…

¿Cuál es su objetivo al mando del Cervantes? Perfeccionar la máquina.

Es el primer director que llega tras gestionar un centro (París), ¿qué funciona y qué no? Entre la institución y los centros, el aprendizaje debe ser mutuo.

Desde 2013 el presupuesto ha ido disminuyendo. Se cerraron dos centros. El de Damasco, por la guerra, y el de Gibraltar. Este último se abrió por la decisión del ministro Moratinos y se cerró por la decisión del ministro Margallo, que consideró que no debía haber institutos Cervantes en España. Hay opiniones. Yo no la tengo formada. Pero escucho ambas. El Cervantes ha aguantado la crisis. Goza del reconocimiento de los españoles.

¿No sería mejor que gozara del reconocimiento de los extranjeros? ¿Somos catetos al sentir orgullo por la lengua? Nada catetos. Se siente orgullo ante una lengua que ha sido capaz de cruzar el Atlántico, modularse y mantenerse entre las grandes de los últimos siglos. En Estados Unidos hay que defender la presencia del español también en la alta cultura, no solo en las novelas de aeropuerto.

También es una industria. El profesor José Luis García Delgado habla del valor económico del español y buena parte de nuestros ingresos provienen de ese lado, academia de idioma. Lo somos, y a mucha honra, pero no somos solo eso. Difundimos la cultura en español: Latinoamérica está muy presente en nuestros centros.

¿Se sienten representados? Sí. Conmemoramos igual el aniversario de Cervantes que el del inca Garcilaso, que además murieron el mismo día, mes y año. Hablamos igual de Rubén Darío que de Cortázar.

¿Es una manera de perpetuar la primacía de la cultura española? No. Mi predecesor, Víctor García de la Concha, apoyó el Diccionario panhispánico de la lengua. Estamos hablando de un país frente a un montón. Y en lo literario, el siglo XX ha sido más latinoamericano que español.

Siempre ha sido próximo a Latinoamérica. ¿Cómo se acercó? Mi padre vivió un año en México y fue catedrático de arte hispanoamericano en la Universidad de Sevilla. Para un director de un Instituto Cervantes es fundamental abrirse a ese continente. Somos un instituto español, pero el Cervantes está muy por encima de representar a un único país. La diplomacia cultural española tiene entre sus misiones ser el país de la Unión Europea que más se relaciona con Latinoamérica.

Es el mayor de tres hermanos. El otro chico tiene un grupo de música barroca y mi hermana es traductora, como mi madre.

Su mujer es historiadora, como usted. ¿Cómo la conoció? En Polonia. Durante la ley marcial. Debajo de un cuadro de Miró. No me hizo caso, pero volví. Y al cabo de dos meses les dijimos a sus padres que nos casábamos.

¿Cómo se educa con valores culturales? Con el ejemplo, aunque la acumulación de libros asusta a nuestros hijos. Una vez escribimos un falso haiku juntos: “Una puerta que chirría, no, es mi hermano”. Pero tienen un mundo propio más a la contra. El pequeño vive los veranos en Polonia como el buen salvaje. El mayor es surfista y escala. Ha subido 7.000 metros en el Himalaya, cuando yo soy incapaz de subir una cuesta.

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