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Perfil

Cameron Carpenter, el organista hereje

En 2008, Carpenter se convirtió en el primer organista en ser nominado a un Grammy por un disco en solitario.
Virginia López Enano

EL CUERPO de Cameron Carpenter (Pensilvania, 1981) es tosco. Musculado. Fibroso. Tanto que un milímetro más de bíceps podría reventar su camiseta. Corre el riesgo. Sus manos se lanzan sin cuidado al suelo, las mismas que luego posará con delicadeza sobre un teclado. El resto de su cuerpo va detrás. Completa cinco flexiones y se levanta. Por su anatomía, podría decirse que es un deportista de élite. Por su aspecto, un punk. Exhibe sus músculos casi envasados al vacío en prendas entalladísimas. Al cuello lleva una vasta cadena de plata cuyo peso no soportaría un pescuezo enclenque. A la vista no queda ningún cabello que disfrute de su libre albedrío. Le crece en lo alto del cráneo un matorral negro y liso que traza sobre su cabeza una línea gruesa de frente a nuca. Rapados los laterales. Cejas depiladas. Nada en barbilla y torso. Carpenter es músico y, con esa figura, parece al órgano un hereje a lomos de un instrumento divino.

“Mi aspecto ha desempeñado un papel importante en mi carrera como organista. Porque la música es un arte muy visual”.

Todo en él sorprende. Lo primero, su físico, poco habitual entre los intérpretes clásicos. Lo segundo, su forma casi esquizofrénica de arrancarle notas a una máquina recluida en las iglesias desde la Edad Media. El look de Carpenter ha deslumbrado al público de todo el mundo. Sus habilidades musicales, a medios de renombre. Alex Ross, crítico musical de la revista The New Yorker, le define como “un organista locamente original” y “una fuerza de la naturaleza”. Zachary Woolfe escribe sobre él en The New York Times: “Un talento extravagante. Todo lo que toca se convierte en fantástico y memorable”. Para Mark Swed, de Los Angeles Times, “ha cambiado las reglas del juego del instrumento” y “es una maravilla rompiendo los tabúes de la cultura y la música clásica”. Sus éxitos van más allá de las críticas favorables. En 2009 se convirtió en el primer organista en ser nominado a un premio Grammy por un disco en solitario. Batutas como las del director de orquesta británico Simon Rattle, titular de la Filarmónica de Berlín, han querido compartir escenario con él. Y sus vídeos en YouTube acumulan cientos de miles de reproducciones. Pero su transgresión y particular forma de interpretar el repertorio clásico le han granjeado también detractores que sobre todo, dice durante una parada en Madrid de su reciente gira, le expresan su disconformidad online. Los despacha rápido: “Trato de no ser consciente de ellos. No quiero atraer la negatividad a mi puerta, no creo que sea gente seria. Tampoco sé lo que piensa de mí la audiencia más ortodoxa del género. No creo que importe”.

Con jersey de cuello alto y pantalón de cuero, ambos de Etro, y gafas de sol de Retrosuperfuture. En la segunda imagen,Camiseta de ZD Zero Defects y gabardina de Calvin Klein.

La relación entre intérprete e instrumento se remonta a 1985, el día que Carpenter, con cuatro años, vio la foto de un organista entre las páginas de una enciclopedia para niños. Le sobrecogió la figura del músico casi perdida entre la inmensidad de una máquina de madera con corona de tubos. “Incluso siendo un crío, me di cuenta de que había algo diferente en él”. Justo en ese instante comenzó una historia más próxima a la obsesión que al amor. “No estoy enamorado del órgano. Hay veces que lo amo, pero, a diferencia de otros músicos, no diría que estoy enamorado de él. Creo que este es uno de los factores que me acercan a la audiencia más que otros intérpretes. La mayoría adoran el instrumento, su música, solo necesitan este tipo de repertorio. Pero al público no le gusta eso. Puede ser un instrumento muy complicado de escuchar. ¡Yo lo sé! Sé que puede ser muy aburrido”.

“ahora se está empezando a entender que el estilo personal no tiene por qué ser incompatible con la calidad musical”.

Carpenter habla de su instrumento como si fuera una pareja con la que ha compartido 30 años de su vida. Que le fascinó en su momento. Que todavía lo sigue haciendo. A la que ha querido, pero que también conoce. Sabe de sus defectos. Tiene carácter. Puede ser pesada. Aburrida. Difícil de tocar. Complicada de trato. ¿Por qué seguir con ella entonces? Porque alcanzar el éxtasis juntos es mágico. Su voz adquiere gravedad al explicar que la grandeza del órgano es comparable a rozar la verdad absoluta con la yema de los dedos. “Es esa sensación maravillosa de cuando estás a punto de despertar por la mañana y, aún entre sueños, sientes como si existiera algún secreto inexpresable del mundo que estás a punto de tocar. De repente notas que estás cerca de descubrir algo grande. Este es el sentimiento que obtengo del instrumento, algo que resulta muy fácil de compartir con el público”.

Carpenter toca el Touring Organ, un instrumento digital y sin tubos diseñado por él mismo.

Antes de llegar a ese clímax, el primer impacto que Carpenter provoca en la audiencia es visual. Después, auditivo, por su virtuosismo. Pero él prefiere invertir los factores. Gasta primero sus palabras hablando de notas, de interpretación, de la estructura y naturaleza del órgano. Se recrea durante decenas de minutos enteros en cada aspecto de la máquina. Él mismo lo reconoce, hay que pararle. Para su look, en cambio, solo utiliza dos breves frases por pregunta. Y se calla. Quizás a la espera de invertir su saliva en una respuesta que merezca más la pena. Pero es consciente de la relevancia que ha tenido su aspecto en su carrera. “Ha desempeñado un papel muy importante. No hay que olvidar que la música es un arte visual. Pero no creo que el debate sea si mi físico me ha ayudado a conseguir audiencia. Si quieres ser un intérprete activo de clásica en el siglo XXI, tienes que lucir bien y estar en forma. Es parte de saber presentarte a ti mismo. Además, ahora se está empezando a entender que el estilo personal no tiene por qué ser incompatible con la calidad”.

El artista, que ha sido alabado por críticos musicales de renombre como Alex Ross, lleva gafas de Givenchy, camiseta de ZD Zero Defects y gabardina de Louis Vuitton.

Pero el intérprete no fue siempre tan transgresor como resulta ahora. De adolescente, Carpenter solo tocaba el órgano tradicional. Solo le interesaba la música clásica. Fue hace mucho tiempo. Antes de comprender que, si quería que lo que él tocaba fuera escuchado, tenía que evolucionar. Y reflexionó: “No soy escritor, ni doctor, ni alguien con una destreza especial. Pero tengo una habilidad y quiero que sea apreciada por la mayor cantidad de personas posible”. Lo que deseaba Carpenter era existir. Empezó a experimentar con su imagen y con su música. Comprendió pronto el valor del marketing. “No creo que sea razonable esperar a que la gente te dé una oportunidad para acceder a sus emociones a menos que tú hagas una inversión antes. Y los artistas tienen que ser los primeros en ofrecer aspectos de su personalidad y de su trabajo que despierten interés”. Ahora en su mp3 no hay ni rastro de clásica. Le ha dado por el hip-hop del estado­unidense Wiz Khalifa. Sabe que es la antítesis del órgano, pero le gusta por su expresividad, su ritmo y porque le remite a una cultura distinta a la suya. Pero no evolucionó él solo. Arrastró consigo a un instrumento, hasta ahora, anclado en el pasado. “Los órganos de tubos son indeseables para el uso comercial. Son inflexibles, poco rítmicos e imposibles de mover. Ninguna de estas características se cotiza en estos tiempos. Para pertenecer al siglo XXI debe tener una identidad visual, ser portátil y compatible con la televisión y las cámaras”. Todos estos requisitos los cumple el Touring Organ, un artefacto digital y sin tubos diseñado por él mismo. Cuesta más de un millón de euros y lo pasea de punta a punta del mundo en el vientre de dos camiones.

El intérprete posa cafas de Givenchy, pantalón de Levi’s Red Tab Men, camiseta de ZD Zero Defects, chaqueta de Prada, cinturón de Hermès y zapatillas de Nike. En la segunda foto, con una gabardina de Balenciaga para El Corte Inglés; jersey de cuello alto y pantalón de cuero, ambos de Etro; zapatos de Louis Vuitton y gafas de Retrosuperfuture.

Así, sobre ruedas, ha sacado esta inmensa máquina del ostracismo. Y con él, el instrumento ha abandonado los recintos sagrados. “Es irónico que se siga pensando hoy que un órgano solo puede tocar música religiosa. Pero esto ocurre porque durante cientos de años han sido los sacerdotes y el clero los que han usado sus poderes psicológicos”. Se define como no creyente y es mentar a la Iglesia y Carpenter se despacha a gusto. “Siempre ha usado la superstición, y lo sigue haciendo en aquellas partes del mundo donde aún puede salirse con la suya. La idea de que el órgano pertenece a la religión católica es un ejemplo bastante feo del éxito de esta institución a la hora de manipular las ideas de la gente sobre el mundo que los rodea. En realidad, su origen está en la antigua Grecia”.­ De lo que sí es consciente el intérprete es de que el mundo actual resulta incompatible con la concepción clásica del prodigioso artefacto. “El músico tiene dos opciones: o aceptar que el instrumento y la modernidad son irreconciliables, o encontrar la manera de convertirlo en algo nuevo”. Con un vistazo rápido se puede adivinar la alternativa por la que ha optado Cameron Carpenter.

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Sobre la firma

Virginia López Enano
Trabaja en el equipo de Redes de EL PAÍS. Ha pasado por varias secciones del periódico, como la delegación de Sevilla, Nacional o El País Semanal, donde ha escrito temas de música y cultura. Es Licenciada en Historia y Graduada en Periodismo por la Universidad de Navarra y Máster de Periodismo de EL PAÍS.

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