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Ricardo Amils, tras los enigmas de Marte en el río Tinto

El calor sofocante y el aire azufrado no hacen mella en Ricardo Amils (Barcelona, 1947) mientras camina por la ribera pedregosa del río Tinto, en Huelva. Las rocas parecen escupir sangre del interior de la tierra, formando riachuelos en cuyos márgenes se acumulan agregados verdosos de minerales de azufre. En estas aguas de vitriolo, que queman como el sulfúrico, repletas de metales tóxicos en solución, no hay peces, cangrejos ni renacuajos, pero se encuentran llenas de otra vida: bacterias, algas y centenares de hongos que hacen suyo el reino ácido.

Amils tiene la certeza de que no es exactamente un río lo que estamos viendo, sino algo mucho más extraordinario. Aquí arriba, en el nacimiento del cauce, solo atisbamos la parte visible de un poderoso ­reactor biológico subterráneo que se extiende centenares de kilómetros: un mundo oscuro, en el que el calor y el oxígeno de arriba se ven sustituidos por la negrura, el frío y la anoxia.

Sus estudios han convertido la zona en un campo de pruebas científicas para misiones en Marte.

Con un manojo de llaves colgando de sus vaqueros y 30 años de investigación a su espalda, este afable catedrático de microbiología se ha ganado el derecho de ser el embajador de este universo sombrío. Al igual que Caronte, el barquero que llevaba las almas en su nave hasta el inframundo, Amils abre la puerta a esa otra orilla a través de las perforaciones que él, junto a su equipo, ha ido realizando en el lecho del río. Estos agujeros llegan a alcanzar los 600 metros de profundidad y los sedimentos obtenidos hablan de un equilibrio que perdura desde hace al menos ocho millones de años. Las bacterias roban la energía y oxidan el hierro de las enormes franjas de pirita subterráneas en un sistema de reacciones en las que el hierro se quema y se reduce. “Allá abajo cada organismo cumple su función”, dice Amils. “Se aprovecha hasta el mínimo recurso”.

El microbiólogo Ricardo Amils lleva 30 años estudiando el río Tinto (Huelva).

Las aguas sangre encierran una lección maestra de química. Los microbios toman el hierro de la pirita y lo oxidan, y el caudal lleva en solución el ion férrico, que da el color rojo y mantiene la acidez en el río —con un pH tan bajo como 2 en el nacimiento—. El ion férrico, un potente oxidante, quema los sulfuros metálicos y libera ácido sulfúrico y otros metales pesados en solución. Un ciclo de oxidación y reducción en superficie —­donde hay oxígeno abundante— y en las profundidades —donde no lo hay—.

Y es abajo donde emerge la conexión con Marte. Un planeta rojo al que da color el hierro oxidado, un mundo helado, desprovisto de oxígeno, y que se creía seco, hasta que surgieron evidencias de que el agua fluyó por su superficie. Y quizá siga existiendo en su interior.

Amils recorre el origen del río Tinto. En esta zona ha realizado perforaciones para estudiar la composición tóxica de su lecho. / MANUEL IBÁÑEZ

Amils señala unos depósitos amarillentos en una zona donde el Tinto se embalsa: es jarosita, un mineral que también ha sido identificado por los espectrómetros de los rovers que recorren la superficie marciana. La geología dicta que también puede formarse sin que la vida intervenga. Habrá que esperar a que las agencias espaciales (NASA y ESA) sepan cómo perforar mejor en sus futuras misiones —los prototipos actuales solo arañan Marte apenas un par de metros— y zanjar la cuestión de la vida microbiana en su interior.

Amils, que investiga en el Centro de Biología Molecular del CSIC y la Universidad Autónoma de Madrid, ha puesto al Tinto en la órbita internacional. Los elogios se acumulan. “Es un colega admirable, solo puedo recitar sus logros”, dice Penelope Boston, directora del Instituto de Astrobiología del Centro Ames Research de la NASA, quien lo define como alguien “totalmente dedicado a expandir la ciencia que se puede hacer en el río Tinto, desde la geología y la microbiología hasta la geoquímica y la botánica”. Jim Fields, reputadísimo microbiólogo de la Universidad de Arizona, añade la “pasión” del español por tratar el río Tinto “como modelo de vida en Marte”. Sus investigaciones han permitido consolidar el prestigio del CAB, el Centro de Astrobiología del INTA-CSIC, asociado a la NASA (iniciativa del físico Juan Pérez Mercader y de la que Amils es cofundador), y han convertido la zona en un campo de pruebas para misiones en Marte. Aquí, por ejemplo, se calibran instrumentos que viajarán al planeta rojo.

Amils no es alguien deseoso de colocarse una medalla. Al contrario. “Nunca fui buen estudiante. A veces mis hijos me lo recuerdan cuando les regaño por no sacar notas más altas. Yo era licenciado en química y lo mío eran los antibióticos. Un día, tras una conferencia, se me acercó Lynn Margulis y me dijo: ‘Interesante, pero aburrido. Tienes que salir al campo”. En su primer encuentro con el Tinto, a finales de los ochenta, Amils iba con una estudiante de doctorado. “Fue ella la que se fijó en la presencia de algas flotando en aguas ácidas. ¿Cómo era posible? Allí empezó todo”.

Margulis fue una bióloga revolucionaria. Rompió esquemas al proponer la simbiosis entre bacterias y células superiores como motor evolutivo primordial. El científico mexicano Antonio Lazcano, una autoridad mundial en el estudio del origen de la vida, dirige el Centro de Biología Evolutiva de las Islas Galápagos, creado en honor de Margulis. Y es uno de los amigos íntimos de Amils. “Conocí a Ricardo en 1985 mientras caminábamos por el campus de Berkeley, iniciando una amistad bendecida por la compañía de Lynn Margulis y el bioquímico Joan Oró”, dice. “Por entonces, él transitaba del reduccionismo de la biología molecular a la ecología microbiana, que lo habría de conducir a las aguas del río Tinto. Nunca he creído que sea un modelo terrestre de las condiciones pasadas o presentes de Marte, pero cuando me invitó a visitar el río me dejó atónito el paisaje: parecía pintado por Max Ernst”.

Realizando trabajo de campo en el nacimiento del caudal. / MANUEL IBÁÑEZ

El Tinto es un análogo de lo que podría ser la vida en Marte, matiza Amils. Tenga o no razón, su historia es la de un científico ligado a uno de los ríos más enigmáticos de la Tierra. “Y gracias a su trabajo nos hemos asomado a la extraordinaria diversidad de microbios más antiguos que los humanos y que a lo largo del tiempo han cambiado el color y la química de Huelva”, concluye Lazcano.

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