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Mi hijo sordo puede oír

Leo, de dos años, con implantes cocleares en ambos oídos.
Mónica Ceberio Belaza

Implantes cocleares para bebés en ambos oídos, audífonos digitales, frecuencias moduladas que conectan lo que dice el profesor con lo que escucha el alumno, bucles inductivos… Los avances médicos y técnicos han cambiado de tal forma la vida de los niños que nacen con sordera profunda que a veces es casi imposible distinguir su habla de la de un oyente. Acompañamos a dos familias para ver hasta dónde llega esta revolución tecnológica que ha recuperado uno de los cinco sentidos.

JAVIER HERNANDO nunca había escuchado el trino de los pájaros o una cafetera en el fuego. No sabía cómo sonaba un papel que se arruga, la lluvia golpeando sobre el coche, una cuchara removiendo el café, la ropa cuando se roza, el zumbido de la nevera… Ni siquiera podía imaginar que su propia respiración pudiera oírse.

Escuchó estos sonidos por primera vez hace nueve años, con los 32 ya cumplidos. Hasta entonces, por una sordera profunda de nacimiento, solo había logrado percibir, con sus audífonos, golpes fuertes o sonidos altos pero poco precisos. Una intervención quirúrgica y un implante en su oído interno abrieron su mente adulta a un universo de sonidos. Como un miope que se pone gafas, comenzó a descubrir lo que pasaba a su alrededor.

—Es algo mágico —recuerda—. Pero no basta con el implante para que todo cambie. El efecto no es inmediato. Luego hay que aprender a escuchar.

Tuvo que interiorizar de dónde procedía cada sonido; ir grabando qué era cada cosa, qué significado tenía. El ruido de la lavadora o un trueno pueden ser muy inquietantes hasta que el cerebro sabe cómo contextualizarlos. Muy poco a poco, con paciencia y mucha rehabilitación, Javier empezó a descodificar el mundo con un sentido nuevo que hasta entonces apenas había usado.

Él habla despacio y lee los labios de su interlocutor. Le cuesta pronunciar algunas palabras y ve la tele leyendo los subtítulos. No puede cantar ni apreciar la música. Su capacidad auditiva ha dado un inmenso paso adelante, pero no escucha ni habla igual que una persona que nació oyendo. Ha pasado más de 30 años en un mundo de sonidos limitados.

Después del implante hay que aprender a escuchar”, explica Javier Hernando. Se debe interiorizar y grabar cada sonido, darle un significado concreto.

Junto a él, una tarde de mayo, juegan en el patio de su chalet de una bonita urbanización de Majadahonda (Madrid) sus tres hijos, Iván, Alberto y Javier, de siete, cinco y tres años. Todos, sordos profundos de nacimiento. Todos, con implantes cocleares desde que tenían un año. Antes casi de saber caminar los metieron en un quirófano para hacerles una operación con anestesia general sobre el hueso del cráneo que en principio les va a permitir oír el resto de sus días.

Cuando los niños se ponen a hablar, muestran una capacidad lingüística asombrosa. Tanta, que por mucha atención que se ponga, es difícil distinguirlos de cualquier niño oyente de su edad. La tecnología y los avances médicos han creado un nuevo paradigma vital para ellos. “Estamos viviendo una revolución”, dice Marta Rodríguez Pina, esposa de Javier y madre de los niños, sorda también, con un implante desde que tenía 20 años. “Mis hijos oyen desde que eran bebés. Eso lo cambia todo”.

Javier Hernando y Marta Rodríguez Pina con sus tres hijos, Iván, Alberto y Javier, de siete, cinco y tres años. Los cinco son sordos, e implantados.pulsa en la foto Javier Hernando y Marta Rodríguez Pina con sus tres hijos, Iván, Alberto y Javier, de siete, cinco y tres años. Los cinco son sordos, e implantados. Oliver Haupt

El matrimonio sabía ya, antes de que naciera el primer niño, que no había ninguna posibilidad de que concibieran un hijo que pudiera oír porque los dos son portadores de un gen que provoca sordera. “Así que antes de dar a luz ya estábamos moviéndonos para preparar la intervención”, recuerda Marta. No hubo dudas. Querían que los niños pudieran oír cuanto antes; que tuvieran una vida lo más fácil posible, con acceso a todo; que aprendieran a cantar y a hablar otros idiomas.

—La infancia de mis hijos está siendo muy distinta a la mía —dice Marta, de 35 años.

Ella, hija de médicos, sin antecedentes de sordera en la familia, nació en Ciudad Real. Pasó su niñez y adolescencia con audífonos en colegios no especializados. Recibió apoyo: logopedia cuatro días a la semana en su ciudad y un quinto en Madrid en el centro Entender y Hablar, pero no oía apenas. Trataba de no perderse cosas, pero era complicado. Iba al cine acompañada de una amiga que le iba narrando lo que se decía en la pantalla.

—Tanto Javier como yo hemos ido a la universidad. Él trabaja ahora en la empresa de su familia y yo tengo una plaza de funcionaria como fisioterapeuta, pero todo ha sido gracias a un empeño muy grande. Pasé años copiando los apuntes de mis compañeras y estudiando por mi cuenta, porque no entendía a los profesores.

Los tres niños ven los dibujos animados; e Iván, el mayor, a la hora de la cena. Oliver Haupt

—A mí me costaba hablar, participar —añade, a su lado, Javier—. Y había muchas barreras en la comunicación con los demás, me ponía tenso a menudo. Todo era más difícil. Decidí implantarme un día en el que en una reunión de trabajo no me enteré de nada.

Sus hijos ven los dibujos animados sin subtítulos, hablan por teléfono (y el mediano, Alberto, por los codos), corren mientras se van gritando entre ellos, cantan, aprenden inglés y música… Y a veces les dicen a sus padres que hablan “mal” o “raro”. Saben que ellos tienen más agilidad, que pronuncian mejor, que oyen con mayor nitidez. Durante la cena, van charlando:

—¿Está rico el helado?

—Buenísimo. ¡No habíamos tomado desde el verano!

—Mañana si hace bueno podríamos ir al Pardo y llevarnos las bicis, ¿qué os parece?

—No sé. Yo prefiero ir a la casa de Nicolás.

“Se trata de uno de los desarrollos médicos más importantes del siglo XX”, dice Rubén Polo, responsable de implantes cocleares del Ramón y Cajal.

Los niños se dirigen a sus padres más despacio y mirándolos a la cara, conscientes, a pesar de lo pequeños que son, de las mayores dificultades de los adultos. Ellos están creciendo en otro mundo sonoro. El único indicio de su sordera para alguien no experto en la materia son los dos implantes que lleva cada uno, de los que solo se ven unas placas redondas imantadas en la cabeza y otra parte del aparato en forma de petaca que se sujeta con una pinza a la ropa, a la altura del hombro (en otros casos, cuelga de las orejas).

El cirujano que ha operado a Javier Hernando y a sus tres hijos es Rubén Polo, responsable de implantes cocleares del hospital Ramón y Cajal de Madrid. “Desde mi punto de vista, se trata de uno de los desarrollos médicos más importantes del siglo XX”, opina. “Ha habido pocos inventos de esta magnitud”.

La revolución se ha ido produciendo poco a poco, sin grandes alharacas. Los primeros implantes se hicieron en los años cincuenta, y a España llegaron en los ochenta y noventa. El Ramón y Cajal, por ejemplo, hizo el primero en 1991. Pero solo se llevaban a cabo con sordos adultos “poslocutivos”: personas que han escuchado en algún momento y han perdido la audición. Luego los hospitales empezaron a operar a adultos nacidos sordos si habían tenido alguna estimulación auditiva previa (con audífonos o prótesis). Más tarde se empezó con los niños y cada vez se fue rebajando más la edad hasta llegar a la situación actual, en la que se ponen los implantes en torno al año de vida; incluso antes en algunos casos. Al principio se hacía primero en un oído y después en el otro; ahora es habitual que sean simultáneos. Antes los implantes eran grandes, gruesos y farragosos; cada vez son más finos, cómodos y con mejor calidad de sonido.

Oliver HauptDaniel Díaz Ruiz (a la derecha) tiene siete años y es compañero de clase de Iván Hernando en el colegio madrileño Tres Olivos, con un 10% de alumnos sordos. Él también lo es, y lleva implantes cocleares desde que tenía un año. Ambos acuden dos días por semana a una extraescolar de yudo en la escuela. Los niños están perfectamente integrados.Oliver Haupt

Junto a Polo, en un despacho del Ramón y Cajal, está Ignacio Cobeta, jefe de servicio de otorrinolaringología. “Operar a niños tan pequeños supone hacerlo en el momento de mayor plasticidad cerebral del ser humano, cuando se aprende el lenguaje”, explica. “Es cuando se consiguen resultados más espectaculares en la inteligibilidad del habla y en la capacidad de comunicación oral”.

Las familias suelen expresar mucho nerviosismo por meter en un quirófano a su pequeño bebé, pero Polo asegura que, en manos expertas, el riesgo de la operación se reduce al mínimo. “Puede pasar, pero en mis siete años como coordinador de la unidad no recuerdo un solo caso de complicación grave. Es más habitual que se estropee el implante, o que no funcione y haya que volver a ponerlo, aunque la tasa de fallo está por debajo del 5%”.

El mecanismo por el que oímos es relativamente sencillo. Las ondas sonoras atraviesan el oído externo y llegan al tímpano, que empieza a vibrar. Esa vibración se transmite por el oído medio hasta llegar a la cóclea, donde las células ciliadas la convierten en impulsos eléctricos que se envían al nervio auditivo y de ahí al cerebro, que interpreta esa señal como un sonido reconocible.

Cuando las células ciliadas están dañadas, la persona no oye. El implante coclear trata, de alguna forma, de sustituirlas. Para ello, el paciente lleva por fuera un procesador con micrófonos que capta los sonidos y los convierte en un código digital y una bobina que lo transmite hasta otro dispositivo, que es el que se coloca quirúrgicamente debajo de la piel. Esa parte interna recibe el código, lo convierte en señales eléctricas y lo envía al nervio auditivo a través de un haz de electrodos que el cirujano ha colocado en la cóclea. Y se hace el milagro.

Cuando les conectan el implante, algunos bebés lloran, otros se ríen, otros ponen cara de sorpresa, otros dan patadas… Cada uno expresa el cambio a su manera.

La intervención dura entre una hora y media y tres, aproximadamente. En el Ramón y Cajal, la logopeda y audióloga Auxiliadora Gutiérrez, también en quirófano, comprueba que todo funcione correctamente antes de que el cirujano cierre. “Luego, el paciente suele recibir el alta a las 24 o 48 horas y la herida tarda en cicatrizar un mes”, explica. “Entonces se programa y activa el implante. Normalmente se va adaptando de forma progresiva lo que la persona escucha para que se vaya familiarizando poco a poco con los sonidos”. La logopeda relata con mucha emoción cómo reaccionan los bebés ante su primera audición: “Algunos lloran, otros se ríen, otros dan patadas, otros ponen cara de sorpresa, otros muerden. Cada uno lo expresa a su manera, pero todos notan que hay un cambio físico importante, sienten algo nuevo”.

Unos 360 millones de personas —32 millones, niños— padecen pérdidas de audición discapacitante, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Algunas son congénitas y otras adquiridas. Cinco de cada mil bebés nacen con hipoacusia en distinto grado; uno de cada mil, con sordera severa o profunda.

Iván y Daniel asisten a una clase de logopedia junto a otros cinco niños de primero de primaria con problemas auditivos del colegio madrileño Tres Olivos. La imparte la directora, Adoración Juárez.Oliver Haupt

“En principio, la operación es apta para cualquier persona salvo que exista alguna malformación severa en la cóclea, esta no exista o no haya nervio auditivo”, añade Polo. “Pero más o menos el 90%-95% de los niños que nacen con sordera profunda pueden ser implantados”. Su hospital opera cada año a entre 25 y 30 personas. La evolución depende también de si el paciente tiene alguna otra patología asociada. “Cuando solo hay sordera, los resultados son impresionantes”, afirma. La intervención, que en una clínica privada puede costar entre 20.000 y 40.000 euros, la financia la sanidad pública en todas las comunidades, aunque las familias piden más ayudas para los repuestos y todo el mantenimiento que hace falta, que en el caso de niños pequeños suele ser mayor.

Después del implante empieza el trabajo más arduo: la logopedia y la estimulación lingüística. Muchos lo resumen de una forma simple: hay que hablarles, y hablarles, y hablarles sin parar.

Los tres niños Hernando asisten al colegio Tres Olivos, en Madrid, donde un 10% de los alumnos son sordos. Iván, el mayor, está en primero de primaria. En su clase hay tres niños más con problemas auditivos. Uno de ellos es su mejor amigo: Dani, un chaval moreno, extrovertido y simpatiquísimo. Están siempre juntos. Se les ve a menudo corriendo por ahí con los implantes en su cabeza, gritando a sus compañeros de fútbol y baloncesto. Dani prefiere las clases; Iván, el recreo. A los dos les gustan las matemáticas y el yudo. Y cantar de pie en la clase a grito pelado con el profesor de inglés cuando pone canciones en la pizarra digital. Tienen siete años.

Ana Belén Ruiz y Juan Gerardo Díaz son los padres de Daniel. En la foto, los tres con la hija mayor, Rocío, de nueve años, en el patio de su casa de Las Tablas (Madrid).pulsa en la foto Ana Belén Ruiz y Juan Gerardo Díaz son los padres de Daniel. En la foto, los tres con la hija mayor, Rocío, de nueve años, en el patio de su casa de Las Tablas (Madrid). Oliver Haupt

Las clases están preparadas para facilitarles el aprendizaje. Antes de que la profesora empiece a hablar activan “el FM”: conectan su implante a la frecuencia de un micrófono que lleva la maestra. En el aula hay un semáforo de decibelios que muestra cuándo hay demasiado ruido, una situación muy molesta para un niño sordo porque le cuesta más centrarse en aquello que quiere escuchar. Y no se bajan mucho las persianas para que los niños puedan leer los labios si lo necesitan. En el gimnasio, donde Iván y Dani hacen yudo y educación física, hay un bucle inductivo que transforma la señal de audio del recinto en un campo magnético al que pueden conectarse un audífono o un implante coclear —se utiliza también en museos y aulas de conferencias—.

Además, los profesores hablan despacio, vocalizando mucho. Y utilizan como apoyo la palabra complementada (un lenguaje manual basado en los fonemas del habla) o la comunicación bimodal (que usa signos conceptuales pero respeta la estructura del lenguaje oral). Son “sistemas aumentativos de la comunicación”, explica María Dolores Bermejo, de 42 años, pedagoga del centro. Ella es sorda e hija de sordos, implantada hace dos años por primera vez y hace seis meses la segunda. Insiste en la importancia de las intervenciones tempranas. “Cuando un niño empieza a oír siendo muy pequeño, su desarrollo puede ser casi igual al de un oyente”.

La vida de este colectivo está cambiando muy profundamente de generación en generación. Los niños que nacen ahora tienen más facilidades de las que tuvo María Dolores, pero ella a su vez ha tenido una vida mucho más fácil que la de sus padres. “Imagínate lo que era nacer sordo en los años cuarenta o cincuenta”, relata. “Mi padre apenas pudo estudiar, no llegó a la secundaria. Cuando lee o ve las noticias en la tele, no comprende muchas cosas; no puede ir al cine ni al teatro si no hay subtítulos… Todo eso te aísla, tiene implicaciones sociales y psicológicas muy profundas. Limita tu visión del mundo”.

“Hemos pasado de llorar pensando que el niño no iba a hablar a llorar porque no calla un momento”, bromea Ana Belén Ruiz, la madre de Daniel.

A primera hora de la mañana, Iván y Dani salen a una clase de logopedia con Adoración Juárez, la directora del centro, Dori para los niños. Están juntos los siete niños de primero de primaria con dificultades auditivas. Hoy trabajan la voz, cantan canciones y cuentan lo que han desayunado. Uno asegura que ha tomado cinco tostadas y cuatro vasos de leche. “¿Qué diferencia hay entre me gusta comer mucho y me gusta mucho comer?”, les pregunta Juárez. Luego aprenden dos palabras nuevas: exquisito y precipitar. “Estos niños necesitan un aprendizaje de las palabras más consciente”, explica. “Es muy importante, porque captan menos lo que se dice a su alrededor. Deben además ser proactivos con su discapacidad, saber lo que tienen y asumirlo. Aquí son todos iguales, pero conociendo las diferencias de cada uno”.

—¿Qué pasa cuando no llevas el implante? —le pregunta la directora a Dani.

—Pues que no oigo nada —responde con naturalidad.

Solo se lo quita para dormir, ducharse y vestirse. En ese momento, vuelve a hacerse el silencio. Por la noche sus padres recargan la batería para que le aguante todo el día, como si fuera un teléfono móvil.

Dani es el segundo hijo de Ana Belén Ruiz y Juan Gerardo Díaz. Los dos oyen y no hay ningún caso de sordera en sus familias. El bebé nació prematuro. Cuando le hicieron la prueba de hipoacusia que llevan a cabo los hospitales por protocolo, no salió bien. Pero no estaban seguros del problema. Con dos meses llegó el diagnóstico definitivo: cofosis bilateral. Daniel no oía nada ni podría oír en el futuro. Por suerte, era pronto.

“Aparte de los avances técnicos, en la mejora del tratamiento de la sordera ha sido fundamental el programa de detección precoz que se aprobó para todas las comunidades autónomas en 2003”, explica Carmen Jáudenes, directora de Fiapas, la Confederación Española de Asociaciones de Familias de Personas Sordas. “Pasaron 10 años hasta que se implantó en todas ellas, pero es algo básico. El lenguaje tiene un periodo crítico de desarrollo, y la estimulación temprana es esencial”.

Oliver HauptLa profesora de Iván enciende el FM que conecta su micrófono al implante; y el aparato que controla el bucle inductivo del gimnasio. Oliver Haupt

Los padres de Dani no sabían nada sobre el tema, así que empezaron a preguntar. “Cada uno nos decía una cosa distinta”, recuerda Ana. “Por un lado está la cultura sorda de toda la vida, centrada en el lenguaje de signos, y por otro los oralistas, que prefieren que el niño hable lo más posible”. Para algunos, la sordera es una discapacidad que tratan de compensar. Para otros, se trata también de un elemento identitario.

“En Fiapas hay familias de todo tipo”, dice Jáudenes. “Algunas, la mayoría, ponen el énfasis en la oralidad y el uso de prótesis auditivas; otros, en el lenguaje de signos. La elección no es neutra. En todo caso, lo que hoy en día no tendría mucho sentido es que los recursos tecnológicos no se pongan al alcance de los niños para abrir ante ellos todas las opciones educativas y formativas, primero, y de acceso al empleo después”.

La Fundación CNSE (Confederación Estatal de Personas Sordas) es de las que más insisten en que no se deje de lado el lenguaje de signos. “Cuantos más recursos tengan los niños, mejor”, opina la coordinadora de investigación y materiales en lengua de signos, María Aránzazu Díez. “Todo suma, y el empleo de esta lengua beneficia a un porcentaje importante del alumnado sordo”.

“Gracias a los avances tecnológicos, la audición cada vez es más natural, y los resultados, más satisfactorios”.

Ana y Juan Gerardo operaron a Daniel con 14 meses. Su padre llora aún al recordar aquel momento. Siete meses después le pusieron el segundo implante. “Fueron años muy duros, yo incluso dejé el trabajo. Pero hemos pasado de llorar pensando que el niño no iba a hablar nunca a llorar porque no calla un momento”, bromea Ana. “Daniel ahora va a clases de inglés y de matemáticas fuera del colegio con niños oyentes, sin ningún apoyo”, añade su padre. “Es capaz de integrarse en cualquier entorno”. En casa viven con Kyra, un perro-signo; una labrador que despierta por las mañanas a Dani con lametones o le avisa de que suena el timbre o el teléfono por si no lleva el implante. Él, al igual que Iván y sus hermanos, sabe leer los labios y conoce el lenguaje de signos. Para las dos familias es importante que los chavales no queden desprotegidos si la tecnología falla.

Es difícil imaginar cómo se oye con estos aparatos. Yanina Abances, audióloga de GAES, empresa que suministra implantes auditivos y soporte clínico-técnico a algunos hospitales, explica que “cuando se implantan pacientes con experiencia auditiva previa, algunos dicen que el sonido es más metálico o robotizado y otros no notan tanta diferencia”. “Cómo se escucha depende de muchos factores: la etiología de la sordera, la plasticidad cerebral, la programación del dispositivo, la rehabilitación posterior…”, añade. “En todo caso, gracias a los avances tecnológicos, la audición cada vez es más natural, y los resultados, más satisfactorios”.

Leo, de dos años, es el más pequeño de la escuela Tres Olivos con implantes. Está empezando ya a decir sus primeras palabras, y le encanta escuchar cuentos y canciones. “Es una gozada ver su evolución, su reacción ante los sonidos”, dice la maestra, Susana García, mientras el niño trepa por las colchonetas durante su clase de psicomotricidad. “Se nota en la expresión de su cara cuándo oye lo que pasa a su alrededor y cuándo no”.

Leo tiene dos años y lleva dos implantes cocleares. Empieza a decir algunas palabras y le encanta escuchar cuentos y canciones. Oliver Haupt

Dani, Leo y los hermanos Hernando viven una situación privilegiada: un país con una buena sanidad pública, un colegio especializado y familias totalmente volcadas. Dentro de España, cada escuela es un mundo y unas ayudan más que otras en la integración y en la imprescindible rehabilitación. Fuera, desde la OMS se alerta de que “la producción actual de estos dispositivos [implantes y audífonos] cubre menos del 10% de las necesidades globales y, en los países en desarrollo, menos de una de cada 40 personas que los precisan los llevan”.

¿Cuál es el futuro? “La investigación en implantes trabaja la miniaturización de los aparatos, busca que solo tengan parte interna, que el tratamiento del sonido sea cada vez mejor y que, al igual que nuestros oídos se comunican entre sí, puedan hacerlo también los dos procesadores de una misma persona”, responde el doctor Polo. “A largo plazo, la investigación con células madre habrá que ver hasta dónde llega”.

“El reto está ahora en lograr la igualdad total”, opina la directora del colegio Tres Olivos, Juárez. “Mi sueño es ver algún día a un presidente del Gobierno sordo”. En el aula de al lado, una pequeña orquesta ensaya la función de fin de curso. Tres chicas adolescentes tocan la flauta, muy afinadas. Por detrás de sus coletas, se adivina la forma inequívoca de sus implantes cocleares.

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Mónica Ceberio Belaza
Reportera y coordinadora de proyectos especiales. Ex directora adjunta de EL PAÍS. Especializada en temas sociales, contó en exclusiva los encuentros entre presos de ETA y sus víctimas. Premio Ortega y Gasset 2014 por 'En la calle, una historia de desahucios' y del Ministerio de Igualdad en 2009 por la serie sobre trata ‘La esclavitud invisible’.

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