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Davide Livermore deja Valencia, al tiempo que acecha una visión provinciana y burocratizada

Quiten las manazas de la ópera

La injerencia política y la epidemia nacionalista abren otra crisis en el Palau de les Arts

Los cantantes Andrea Carè (d) y Plácido Domingo durante el pase gráfico del ensayo general de la ópera "Don Carlo", de Verdi, que se estrena el sábado en el Palau de les Arts Reina Sofía de València.Vídeo: Kai Foersterling (efe) / (efe)

El Palau de les Arts es el Valhalla del Turia, una fortaleza megalómana y altiva que vadea un río imaginario y permanece expuesta a las pulsiones autodestructivas. La codicia, el dinero, la injerencia política conspiran para destruirla. Y no termina de ponerse a salvo de los vaivenes de la crisis. Cuando un incendio está a punto de extinguirse, brota la llama de una nueva erupción.

Acaba de suceder con la dimisión de Davide Livermore, reputado gestor, reconocido director de escena y “cabecilla” de un triunvirato italiano que redondean las personalidades musicales de Roberto Abbado y Fabio Biondi. Formaban los tres un buen equipo artístico. Y habían logrado devolver al Palau la estabilidad y el criterio después de la intervención policial y judicial con que había degenerado la gestión de Helga Schmidt.

Agonizaba el modelo de la opulencia y la desmesura “populares”. Valencia era un teatro fascinante para el melómano y preocupante para el contribuyente. Quiere decirse que la fastuosidad de los hitos operísticos en las primeras temporadas alojaban bastante preocupación respecto a la sostenibilidad del modelo. El esfuerzo de ser los mejores costaba mucho dinero. Y convertía el Palau en un templo de la desmesura. Los milagros que obraron Maazel, Gergiev, Mehta; las producciones de la Fura; la imponente calidad de la orquesta, cultivaron una ensoñación que se malogró entre las sombras de la corrupción y los aspavientos de la crisis económica.

El cambio político, se supone, garantizaba mesura, transparencia. Y optaba por un esquema menos grandilocuente, pero confiado a la solvencia de Livermore, a la implicación de Plácido Domingo y al equilibrio de los directores musicales. Tan reconocidos como Biondi y Abbado. Y tan prometedores  como el valenciano Ramón Tebar, lejos de toda sospecha o protección localistas.

La fórmula acaba de liquidarse. O la han liquidado los poderes públicos. La Administración. Y hasta la iracundia fundamentalista del conseller de Cultura Vicent Marzà, diputado de Compromis y miembro del Bloc Nacionalista Valencià.

Tiene sentido recordar este último pormenor de su ejecutoria porque Marzà entiende que el Palau debe sensibilizarse a la cultura valenciana, relamerse en el oscurantismo provinciano (esto último lo deduce el autor del blog, yo mismo). Y que hasta debe introducirse una cuota de valencianos en la orquesta, aunque los pretextos identitarios revisten menos gravedad que su declaración de guerra a la ópera como tal -un espectáculo para ricos que impide la democratización del Palau, tiene huevos- y en la pretensión del Gobierno valenciano de exponer las decisiones artísticas a criterios burocrático-administrativos.

Los cantantes, se supone, deben acceder al papel de una ópera a través de un concurso o de una audición. Ganarse el puesto como si fueran agentes de movilidad o ujieres. Esgrimir méritos “objetivos”. Y someterse al escrutinio de un tribunal como si pudiera objetivarse el dolor de Rigoletto, la euforia de Calaf o el misticismo de Isolda en el desenlace del Liebestod.

Inquietan semejantes injerencias e invasiones. Profanan el espacio empancipado de la gestión artística. Debe ser ésta transparente y pulcra, pero inviolable en el ámbito de las decisiones vocales, dramatúrgicas y estéticas, más todavía cuando pretende revestirse de autoridad una Administración ignorante y frívola en la comprensión misma del fenómeno operístico.

Claro que la ópera es cara, señor Marzà. Menos que el fútbol, se lo garantizo. Y menos rentable todavía en la perspectiva del populismo, pero impagable, como el teatro,como el museo, en la formación de una sensibilidad y en la educación de una sociedad que tanto a usted debería preocuparle. Porque es usted conseller de Educación, Investigación y Cultura.

La ópera es cara, sí. Es cara porque subir Don Carlo al escenario requiere cinco funciones de cuatro horas,  siete semanas de ensayo, la cooperación 120 profesores de orquesta y coristas, la abnegación de un equipo técnico cualificado, el concurso de voces superdotadas -Plácido Domingo estrena este sábado la ópera de Verdi-, la elaboración de un espacio escénico y de una dramaturgia, la implicación de un director de orquesta. Que en este caso es valenciano, Ramón Tebar, y muy competente, pero que no acostumbra a ser valenciano, como no es berlinés el director de la Filarmónica de Berlín, qué cosas.

Ni falta que hace, señor Marzà, porque la ópera será cara, pero representa la comunión de las artes y la supresión de las barreras. Constituye un fecundo mestizaje cultural. Conjura el veneno del nacionalismo. Habla en un idioma que todos entienden. No hay exclusión lingüística en la partitura. Pregunte usted cuántos flautistas, trompetistas o músicos de trompa valencianos abastecen las grandes orquestas de Europa y de América. Y a cuántos de ellos les piden el carnet de identidad. O los excluyen por venir de otro país, de otra ciudad.

La ópera es cara, señor Marzà, pero no tiene precio. No lo tiene porque la ópera no es la señora Castafiore haciendo gorgoritos, sino puede que la mayor contribución de Occidente a la Cultura universal. En la ópera se canta y se recita. Se baila y se pinta. Se piensa, se llora, se muere y se resucita. Se aloja el eco de las tragedias de Eurípides. Y se incorpora el cine, la vanguardia. Mire usted si no una producción de Davide Livermore, ahora, que han decidido aceptar su dimensión para convertir el Palau de les Arts en un puesto de barraca.

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