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La maleta invisible de los refugiados

Los casos de estrés postraumático y otros desórdenes mentales aumentan por la violencia sufrida y la incertidumbre en los países de acogida

Óscar tenía una vida hace algo más de un año. Era profesor de Economía en una Universidad de Caracas y concejal de un partido de la oposición venezolana en uno de los distritos de la ciudad. El país estaba en plena campaña electoral y Óscar —nombre ficticio— sufría amenazas a diario. Una mañana pidió protección policial en la comisaría de su barrio y lo que siguió fueron 24 horas de torturas, encapuchado y atado de pies y manos, en varios locales clandestinos, a manos del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN), la policía creada en 2010 por el difunto presidente Hugo Chávez.

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Diez días después, Óscar, de 33 años, viajó a Madrid y solicitó asilo. Era Navidad. "Les pasaba a otros compañeros, pero lo ves como una cosa muy distante que nunca jamás te va a ocurrir. Cuando me vi en esa situación... Yo no sé". El relato de Óscar se apaga en un titubeo. María Ángeles Plaza, psicóloga de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), está sentada junto a él y retoma el hilo: "Esa ha sido parte de la terapia, elaborar qué había pasado, qué es la tortura, qué objetivos tiene. Al principio no podía nombrar la palabra tortura, ni reconocerse como una víctima".

Su diagnóstico es de síndrome de estrés postraumático, un trastorno mental prevalente en refugiados y personas en solicitud de protección internacional —en menor medida, también en soldados, cooperantes y corresponsales de guerra—. Las experiencias directas de violencia, el duelo por seres queridos, el abandono de la vida conocida y la incertidumbre en la peripecia hasta el país de acogida, dejan a la persona en un estado de vulnerabilidad psicológica extrema. "Los síntomas, las secuelas, son tentativas de adaptarse a la nueva situación, reacciones normales del cerebro a circunstancias que no lo son", explica Camino Gutiérrez Vega, psicóloga de Accem, otra de las ONG españolas que, junto a CEAR y Cruz Roja, ofrece atención psicológica.

Los aquejados de estrés postraumático sufren una gran sensación de descontrol interno, ansiedad, hipervigilancia, depresión e, incluso, síntomas disociativos. "El cerebro, a fin de sobrevivir, desconecta de ciertas sensaciones que están ocurriendo, pero no deja de registrarlas, por ello pueden darse casos de personas que no recuerdan partes del evento traumático, pero a las que un olor o un ruido les puede hacer revivir de forma muy intensa el terror experimentado", dice Gutiérrez Vega.

Aunque sí existen guías sobre cómo tratar esta enfermedad, como la del Colegio Oficial de Psicólogos o la de la Organización Mundial de la Salud, en España no hay estudios sobre el número de casos entre la población de refugiados y solicitantes de asilo. En Alemania, la mitad de los refugiados adultos y uno de cada cinco niños llegados al país sufren estrés postraumático y otro tipo de desórdenes mentales como depresión y ansiedad, según un estudio de la Cámara Federal de Psicoterapeutas. La Cruz Roja de Suecia calcula que uno de cada tres ciudadanos sirios acogidos sufre de estrés postraumático y que un 30% ha sufrido algún tipo de tortura.

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Reconstruir el vínculo humano

"Fue salir de un mundo oscuro para entrar en uno de luz. Me acuerdo de que la primera vez tenía miedo al ruido del metro", dice Emile Dushime, de 28 años, perseguido en diferentes momentos de su vida por ser él mismo: ruandés, periodista y gay. Llegó a Madrid desde Camerún con una beca de estudios el 9 de septiembre de 2012 —recita muy rápido la fecha— y solicitó el asilo. Su caso, como el de Óscar, es uno de éxito personal, de haber salido adelante, no sin dificultad. Emile llegó a estar ingresado un mes en la unidad de psiquiatría de la Fundación Jiménez Díaz.

"Cuando estás durmiendo, las imágenes de guerra y de gente que te quiere matar vuelven y no tienes ninguna respuesta"

El nivel intelectual y la capacidad de expresarse ayudan mucho en la recuperación. Emile habla muy bien español. Se casó hace poco con un chico que conoció por internet y ahora viven juntos en un pueblo de las afueras de Madrid. Tienen un gato llamado Tyson y da clases de francés. Nuevos amores, nuevo trabajo, nueva vida. "Tenía la cabeza llena de basura y la llené con otra pasión", dice del blog y la radio que ha abierto para informar en francés de la Liga española de fútbol. "Comparo mi vida pasada con el Valencia de esta temporada. Lo pasan mal y no saben el porqué".

Dushime huyó de Ruanda después del genocidio de 1994 con su padre y dos de sus hermanas. Tardaron un año en cruzar la República Democrática del Congo y la República Centroafricana hasta llegar a Camerún. Durante la odisea en la jungla, sus hermanas fueron agredidas sexualmente. Él era un niño. En Camerún, su padre, un ex alto cargo del Gobierno ruandés, fue asesinado. "Cuando estás durmiendo, las imágenes de guerra y de gente que te quiere matar vuelven y no tienes ninguna respuesta".

Uno de los elementos centrales del estrés postraumático es la quiebra del vínculo humano y de la seguridad en el mundo. El paciente no puede asumir que otras personas le hayan hecho lo que le han hecho. Policías encapuchados y armados —"los que tenían que protegerme"— en el caso de Óscar, compatriotas ruandeses y milicias en el caso de Emile. Las certezas sobre el mundo conocido se esfuman. El proyecto de vida también. El riesgo de suicidio o de aplacar el dolor con alcohol y drogas es alto. "Es un choque muy grande entre lo que ha pasado y nuestro sistema de creencias", dice María Ángeles Plaza, que ha tratado a Emile desde que llegó.

La importancia de la integración

Maisoun Shukair tenía una farmacia en Sahnaya, un pueblo a 15 kilómetros al suroeste de Damasco, la capital de Siria. En los ratos libres escribía poesía y hasta había ganado un premio literario por un libro de relatos cortos. Sus padres, profesores, siguen allí. Son mayores y teme no volver a verles. Su hermano fue asesinado en 2013 y sus dos sobrinos no han podido salir del país. Ella, su marido Osama y sus dos hijos, Majeed, de 20 años, y Monaf, de 17, viven en un pequeño piso de la periferia de Madrid a la espera de resolución de su solicitud de asilo.

"Es un cambio muy difícil porque, en mi país, tenía mi casa grande, mi farmacia propia, mi vida, mi cara", dice Maisoun, de 46 años, mientras se señala un rostro sonriente que ella siente como una máscara. Amenazada por auxiliar en su farmacia a civiles que huían de los bombardeos del régimen sirio, escapó al Líbano con su hijo mayor —tuvo que elegir a uno de los dos—. Su marido fue detenido y encarcelado cuando intentaba salir del país con Monaf, el pequeño. En la cárcel le preguntaban por Maisoun, por dónde se escondía. Maisoun, que ya estaba en Madrid, pasó tres meses sin saber si Osama estaba vivo o muerto y con Monaf vagando solo por el Líbano. La embajada de España se hizo cargo de él hasta que se produjo la reunión familiar.

En el salón de su casa, junto a los cuadros de su hijo Majeed, Maisoun se lamenta de las dificultades que ha encontrado en España. Su herida es una mezcla del duelo por su hermano, sus padres y su país y por la ansiedad durante la accidentada huida. "Los refugiados no podemos volver, no tenemos otra solución, lo hemos perdido todo. Solo necesitamos más tiempo, para aprender el idioma y para entrar en esta sociedad. España se puede aprovechar de la experiencia de los refugiados, que siempre van a querer trabajar y hacer cosas buenas por este país".

Óscar, Emile y Maisoun esperan una respuesta definitiva a su situación. A pesar de los avances en su tratamiento, la incertidumbre les acompaña como una sombra. Son los primeros pasos de su nueva vida y temen un tropiezo que no depende de ellos. Óscar todavía le da vueltas al momento que lo cambió todo, cuando se metió en el coche de la policía venezolana por voluntad propia. "Caí como un estúpido, me dijeron que íbamos a otro lugar a poner la denuncia", dice. Al aterrizar en España no pensaba que necesitara ayuda psicológica, pero llegaron las noches sin dormir, las pesadillas en las pocas horas de sueño, apenas tres al día, los malos recuerdos en bucle. Diez meses después tiene otra mirada y otra cara, lo dice su psicóloga. Todavía recuerda lo que se dijo a sí mismo al entrar en el Centro de Acogida de Refugiados de Vallecas: "Tu vida cabe en una maleta".

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