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Crítica | Júlia ist
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un Erasmus en Berlín

El rostro de la actriz y directora Elena Martín sigue siendo un instrumento afinadísimo: el modo en que expresa la subida de un éxtasis en una rave al aire libre es impecable

Elena Martín en una imagen de 'Júlia Ist'.

JÙLIA IST

Dirección: Elena Martín.

Intérpretes: Elena Martín, Pau Balaguer, Julius Brauer, Gerd-Otto Forstreuter, Jonathan Hamann.

Género: drama. España, 2017.

Duración: 90 minutos.

En el final de Les amigues de l’Àgata (2015), debut de Marta Verheyen. Alba Cros, Laia Alabart y Laura Rius, una afortunada localización –al parecer, imagen germinal de todo el proyecto- y el expresivo rostro de la actriz Elena Martín conspiraban para intensificar la potencia emocional del momento: un desenlace centrado, en apariencia, en un conflicto nada enfático, pero que las sutiles formas afirmaban como algo relevante. La película, que hablaba del primer extrañamiento de los afectos en el paso a la madurez, supuso una sorpresa en varios sentidos: se trataba de un trabajo de fin de grado que revelaba una admirable capacidad para registrar, sin afectación y con una verdad alcanzada sin aspavientos, aquellas pequeñas crisis esenciales que van conformando una identidad. Las directoras emergían triunfantes de algo que el cine nacional no siempre ha manejado con tino –el registro naturalista- y su reparto lograba sacar oro en su juego de improvisaciones. Las comparaciones con la sobresaliente serie Girls de Lena Dunham supusieron, no obstante, antes una distorsión que una buena guía de lectura: esto era, definitivamente, otra cosa.

Resulta inevitable, pero quizá injusto, emparentar el debut en la dirección de Elena Martín con ese trabajo: inevitable por la cierta afinidad de tono y porque aquí se habla de otra crisis vital –la experiencia de un Erasmus en Berlín, que relativiza viejos vínculos mientras forma otros, provisionales y acaso con cierta condición de arcádico espejismo acotado en el tiempo-; injusto porque Martín –tanto en su condición de actriz como en la de directora- tiene voz propia, plantea un discurso que en nada está subordinado al de Les amigues de l’Àgata y, entre otras cosas, con un rodaje extenso, repartido entre Barcelona y Berlín, se revela capaz de afrontar, con la complicidad de Marta Cruañas y su equipo de producción, un reto logístico quizá imprudente para un trabajo de fin de grado (este también lo es) justificadamente reformulado como película comercial.

El rostro de Elena Martín sigue siendo un instrumento afinadísimo –el modo en que expresa la subida de un éxtasis en una rave al aire libre es impecable-, dentro de una película que es tan consecuente en sus aparentes digresiones –el proyecto arquitectónico de casas sostenibles/transformables- como en sus decisiones de puesta en escena –la discusión sentimental en el exterior de la discoteca-. Un discurso capaz de inspirar imparables corrientes de reconocimiento generacional sin que ni siquiera parezca ambicionarlo.

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