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Principios de marzo, 25 grados: es mala señal

La primavera temprana puede parecer una bendición, pero es una de las consecuencias del cambio climático, que amenaza el planeta y nuestra salud

La llegada del buen tiempo, incluso antes de lo previsto, solemos celebrarla con alborozo: después de largos meses de frío y cielos grises podemos disfrutar de las terrazas, de los paseos al aire libre, del parque con los niños… Y esa primavera anticipada cada vez llega antes: es fruto del paulatino calentamiento global. Y aunque puede sonar idílica, tiene importantes efectos secundarios negativos para la salud.

Entre dos y cuatro semanas se ha adelantado la primavera en España en los últimos 50 años a causa del cambio climático. Este no va a acabar con las olas de frío, sino todo lo contrario. Lo aclara Julio Díaz Jiménez, jefe del departamento de Epidemiología y Bioestadística de la Escuela Nacional de Sanidad del Instituto de Salud Carlos III, en Madrid: “En el hemisferio Norte, cerca de Escandinavia, existe una corriente de aire a –50 ºC. Su velocidad y fuerza dependen de la diferencia de grados entre el Polo Norte y las latitudes medias. Al aumentar la temperatura en el Polo, como sucede, disminuye el contraste, lo que provoca que esta especie de río no se deslice en forma lineal y con rapidez, como hasta hace poco, sino que marque una pendiente suave y comience a dibujar meandros. Ese aire gélido que antes solo se movía en latitudes altas, baja a las medias y provoca olas de frío”.

El nivel del mar en los últimos 100 años ha crecido 15 centímetros a causa de las toneladas de hielo que se derriten en el Ártico por el calentamiento global, lo que aumenta el riesgo de desastres planetarios: “El principal problema pasa por la erosión de playas, inundaciones y daños a la infraestructura ubicada en las zonas costeras”, señala Carlos Manuel Duarte, oceanógrafo español, ganador de un Premio Nacional de Investigación en España por sus aportaciones al estudio del cambio global y actualmente director del Centro de Investigación del Mar Rojo, en la Universidad de Ciencia y Tecnología Rey Abdalá (Arabia Saudí).

Desde mediados del siglo XIX, la temperatura media de la Tierra ha aumentado 1,8 grados; de hecho, 2016 fue el año más caluroso de la historia. “La velocidad a la que ocurre el calentamiento coincide con la de emisión de gases de efecto invernadero [principalmente CO2 y metano, por la quema de combustibles fósiles]”, alega Josep Peñuelas, ecólogo y profesor de investigación de CREAF–CSIC, en la Universidad Autónoma de Barcelona. La NASA lo corrobora. Estos casi dos grados de más ya incrementan la concentración de ozono troposférico en la atmósfera, un contaminante con efectos negativos sobre el aparato respiratorio.

Alergias, epidemias, infecciones

Este proceso provoca que se alargue la estación polínica, por lo que proliferan las alergias: hay un 2% más de afectados cada año, según datos de la Sociedad Española de Alergología e Inmunología. Pero no es el único riesgo que corremos.

La expansión de distintas plagas también es consecuencia de este ascenso generalizado de la temperatura. Aunque en España aún no se ha diagnosticado ningún caso de bebés con anomalías cerebrales por la epidemia del virus Zika —en el mundo ascienden a 2.300—, los mosquitos que lo transmiten, así como los del dengue y las fiebres chikungunya y amarilla, ya están aquí. “El mosquito tigre se ha adaptado a nuestro entorno, pues en los últimos 20 años hay inviernos más cortos y veranos más largos”, explica Agustín Estrada–Peña, catedrático de Sanidad Animal en la Universidad de Zaragoza y asesor del Ministerio de Sanidad.

Cada año se diagnostican entre 6.000 y 8.000 casos de la enfermedad Borreliosis de Lyme, según Estrada-Peña. Esta infección la transmite un tipo de garrapata que habita la cornisa cantábrica y que se ha incrementado con el cambio climático. ¿Sus síntomas? Problemas articulares, trastornos de la piel y alteraciones neurológicas.

¿Se puede hacer algo para minimizar los efectos de este termómetro loco? Sí: fabricarnos un escudo verde. Y hay motivos de alivio. En España se han repoblado ya 5.000.000 de hectáreas gracias al Programa de Acción Nacional para luchar contra la desertificación. El 75% de ellas, por un objetivo eminentemente protector. El humano necesita a las plantas para salvarse de esta explosión de males, ya que a través de la fotosíntesis aquellas toman CO2 de la atmósfera y lo transforman en oxígeno. Hay otras iniciativas esperanzadoras, como ‘Los desiertos verdes’, que permite que las plantas sobrevivan sin necesidad de regadío. Pues, como señala Jaime Martínez Valderrama, ingeniero agrónomo en la Estación Experimental de Zonas Áridas (CSIC), la extracción de agua subterránea para regar los invernaderos en acuíferos costeros rompe el equilibrio (el agua dulce es reemplazada por salada, que penetra en el subsuelo y lo convierte en estéril). Y ocurre, entre otras zonas, en 200.000 hectáreas, desde Granada hasta Alicante. Muchos miles de razones para fruncir (nuevamente) el ceño.

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