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Crítica | Felices sueños
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El misterio de la pérdida

Una película extraordinaria sobre la muerte de una madre, de la infancia, de la felicidad y del futuro

Javier Ocaña

FELICES SUEÑOS

Dirección: Marco Bellocchio.

Intérpretes: Valerio Mastandrea, Bérénice Bejo, Fabrizio Gifuni, Guido Caprino.

Género: drama. Italia, 2016.

Duración: 134 minutos.

La marca indeleble de ver el ataúd de tu madre cuando se es un niño. Tragedia incomprensible y seguramente imposible de gestionar. No hay palabras de consuelo, de justificación, pero el silencio tampoco es una buena opción. Los adultos se vuelven niños huidizos, y los niños, adultos contestatarios, en un juego de identidades y caprichos, de dolor y muerte, que acaba convirtiendo el recuerdo imborrable del duelo en el signo que marca una personalidad. Para siempre. La personalidad triste del que ha visto morir a su madre y crece creyendo que le dio un infarto en lugar de saber que se lanzó por una ventana.

Marco Bellocchio, anciano de 77 años, intelectual crítico, sabio del sentido común, geógrafo del poder en Italia, el político y el social, el del gobierno del país y el del gobierno de la casa, ha compuesto una película extraordinaria sobre el misterio de la pérdida: el de una madre, el de la infancia, el de la felicidad, el del futuro. Felices sueños es una obra sobre la angustia que se ve a través de ráfagas, de pinceladas impresionistas sin una pizca de sentimentalismo, de subidas y bajadas del espíritu, como las de la madre antes de morir, que igual explosionaba en el placer de un baile casero que se derrumbaba sin rumbo en un autobús de línea, depresiva hasta querer abandonarlo todo con un último vuelo.

Bellocchio, que comenzó su carrera a los 26 años con Las manos en los bolsillos (1965), una película tan madura que ya parece la obra del viejo juicioso que es ahora, lleva 50 años radiografiando el aislamiento de la burguesía italiana. Aquí, en Dulces sueños, con un relato en dos tiempos, el de un chaval de nueve años, a finales de los 60, el de un periodista casi cuarentón, en los años 90, el director de La condena y La sonrisa de mi madre ofrece un curso de puesta en escena y montaje, de tratamiento de las elipsis y de los insertos, a través de una fotografía de piso viejo italiano, ocre, marrón, de habitaciones amplias y ventanales cerrados, de tele puesta en el salón con las luces apagadas. Poesía visual, lírica y trascendental, en la que unas imágenes de Raffaella Carrà o de La mujer pantera, de Belphegor o de un concurso de saltos de trampolín, pueden ejercer de metáfora de toda una vida.

De paso, Bellocchio habla de periodismo y de religión, incluso de fútbol, todo al alimón, como ese póster del Torino junto al crucifijo, ambos sobre la cama. "Un hombre feliz no conseguirá nada en la vida", dice alguien en la película. Pero, ¿qué es la felicidad? Quizá el fantástico baile que se marca el magnífico Valerio Mastandrea, ese que expulsa traumas; quizá las pecas que rodean la sonrisa de Bérénice Bejo; quizá, simplemente, la verdad.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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