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Crítica | Urban Hymn
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La chica rebelde del coro

Si una película social no es plausible en su tratamiento, sus razonamientos y sus explicaciones, se hunde política y moralmente

Javier Ocaña

URBAN HYMN

Dirección: Michael Caton-Jones.

Intérpretes: Shirley Henderson, Letitia Wright, Isabella Laughland, Ian Hart.

Género: drama. Reino Unido, 2015.

Duración: 114 minutos.

A determinadas películas sociales la carga sentimental le sienta como un ojo bien puesto a un cuadro de Picasso. Cada pincelada de ternura impostada, cada giro de delicadeza mal explicado, es una autopista hacia la inverosimilitud. Y aquí sí que importa el realismo: si una película social no es plausible en su tratamiento, sus razonamientos y sus explicaciones, se hunde política y moralmente. La británica Urban Hymn, aunque asentada en dos clichés del cine clásico y contemporáneo, la profesora de calma infinita entre una tormenta juvenil de violencia heredada, y la redención del rebelde con causa a través de la música, tenía suficientes atractivos para haber podido escapar del doble lugar común: un par de actrices magníficas, una cierta ironía desprejuiciada en los diálogos del notable primer acto, y un desenlace que se sale de la norma. Pero el núcleo central está gangrenado por el sentimentalismo y la falsedad. Y acaba con ella.

Ambientada en el Londres del año 2011, Urban Hymn se inicia con los históricos disturbios sociales tras la muerte de un ciudadano negro por disparos de la policía en el barrio de Tottenham, y en ella se apuntan las especiales características de aquellas jornadas de lucha. El problema de raíz era seguramente educativo y, frente a una mecha con toda seguridad justa, se añadían peliagudos detalles: las protestas y la violencia no se ejercían contra políticos y parlamentarios, sino frente a las tiendas, con pleno aprovechamiento para saqueos de avanzada tecnología. "Voy a unirme a los disturbios. Necesito pillarme una tele de plasma", dice una de las protagonistas.

Sin embargo, los buenos apuntes iniciales, de interesantes claroscuros, van dando paso a una de esas películas que prefieren ir de inspiradoras en lugar de hincar el diente. A Michael Caton-Jones, su irregular director, que lo mismo perpetra The Jackal (1997) e Instinto básico 2 (2006) que las meritorias Vida de este chico (1993) y Rob Roy (1995), siempre le han guiado los mensajes más primarios. Y aquí se hacen carne en la rapidísima transformación de una chica de 17 años que pasa de jefa del reformatorio a cantante en un coro de barrio repleto de jubilados con la facilidad que solo otorga un mal guion. Así, la película se acaba convirtiendo en una melosa canción protesta con un único, y seguramente mentiroso, culpable: las malas influencias.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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