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Crítica | Resident Evil: capítulo final
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Rumbo al ‘game over’

El filme no sube la apuesta y se conforma con cerrar el negocio en un tono que quizá solo gratifique a los verdaderos incondicionales

RESIDENT EVIL: CAPÍTULO FINAL

Dirección: Paul W. S. Anderson.

Intérpretes: Milla Jovovich, Iain Glen, Ali Larter, Shawn Roberts.

Género: ciencia-ficción. Australia, 2016

Duración: 106 minutos.

Durante los último quince años ha sido práctica bastante habitual –y, todo hay que decirlo, también bastante fácil- entre el gremio crítico la de subestimar las sucesivas entregas de la saga Resident Evil, inaugurada en 2002 por Paul W. S. Anderson a partir del imaginario víricoapocalíptico de la franquicia de videojuegos de Capcom. La sostenida enmienda a la totalidad usualmente ha pasado por alto, entre otras cosas, que la saga ha hecho un interesante uso narrativo del concepto de avatar –con su heroína clonada, desechada, multiplicada, aniquilada, resucitada y reformulada hasta la extenuación-; que, en su seno, un superviviente del cine videoclipero de los ochenta como Russell Mulcahy dio inesperadas muestras de brío y, sobre todo, que la penúltima entrega, Resident Evil 5: Venganza (2012), fue precisamente aquello que nadie podía esperar a esas alturas: una película notable, de muy acusada sofisticación, construida con la arquitectura de un laberinto autorreferencial puntuado por ideas tan llamativas como la que abría el recorrido, la reformulación a cámara lenta y en sentido inverso del clímax de la película precedente.

Resident Evil: capítulo final decide no subir la apuesta y conformarse con cerrar el negocio en un tono que quizá solo gratifique a los verdaderos incondicionales. Lejos del entramado de sorpresas de la quinta entrega, lo que aquí se propone es un recorrido cronometrado y unidireccional hacia un desenlace programado. Con una masa de zombis que se mueve como la réplica siniestra de las novias de Siete ocasiones (1925), la película juega a la fusión estética entre el posapocalipsis y un neomedioevo, con asalto al castillo, batalla con catapultas y derramamiento de aceite hirviendo sobre el foso convenientemente recreados a través de un montaje que no concede a cada plano más dignidad o valor que a un trozo de metralla.

En consonancia con esa inflexión ambiental, la película habla de guerras de religión: el supuesto gran villano ejerce de fanático religioso, mientras la heroína acaba encarnado la entrega sacrificial de una figura mesiánica. En el clímax, la cultura de los videojuegos aporta la inspiración para un gag brillante basado en el pronóstico de acciones.

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