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‘Resetear’ el expresionismo abstracto

El Guggenheim de Bilbao acoge las grandes obras de los maestros estadounidenses que marcaron el arte de posguerra. La muestra rescata el papel de las mujeres y la importancia de la escultura y la fotografía

Foto: atlas | Vídeo: atlas
Javier Rodríguez Marcos
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Paisaje con monstruos, de Jackson Pollock

“Sería desastroso ponernos un nombre”, avisó Willem de Kooning a sus compañeros en 1950, el año en que participó en la Bienal de Venecia junto a Jackson Pollock y Arshile Gorky. Cuatro años antes un crítico de The New York Times había acuñado una etiqueta para calificar la obra de Hans Hofmann: expresionismo abstracto. La advertencia de De Kooning no evitó el éxito de la fórmula ni el de un movimiento que terminó pasando a la historia como un fenómeno puramente estadounidense integrado por hombres blancos ajenos a la tradición europea que se dedicaban a la pintura de acción o a convertir sus lienzos en monumentales campos de color.

Medio siglo después de la última gran exposición dedicada en Europa a los creadores que marcaron el rumbo del arte mundial de la posguerra y certificaron el trasvase de poderes de París a Nueva York, el Museo Guggenheim de Bilbao acoge hasta el 4 de junio la muestra Expresionismo abstracto. Procedente de la Royal Academy de Londres, no faltan en ella ninguno de los grandes nombres. Eso sí, se les han añadido artistas y géneros decisivos para el nacimiento de la nueva estética pero condenados por los manuales al papel de figurantes. Un paseo por las salas del museo bilbaíno -que despliega más de 130 obras de una treintena de autores-, demuestra que el primer gran rescate es el de la escultura. Los bronces y aceros de David Smith salpican el recorrido dialogando con lienzos y papeles, algo que el montaje hace muchas veces explícito. Así, el famoso Mural de seis metros pintado por Pollock en 1943 por encargo de Peggy Guggeheim –y que hace meses pudo verse en el Museo Picasso de Málaga- convive en la misma sala con el Tanque tótem III con el que Smith le dio réplica diez años más tarde. Algo que también hicieron Robert Motherwell y Lee Krasner, esposa de Pollock, en sendas telas que pueden verse a unos metros de la obra que les sirvió de inspiración: las monumentales Elegía a la República Española, nº 126 y El ojo es el primer círculo.

La CIA también pintaba mucho

La última gran exposición del expresionismo abstracto antes de la que ahora puede verse en Bilbao recorrió Europa entre 1958 y 1959. Supuso la consagración mundial de una estética que desde el Gobierno de Estados Unidos se promovió como punta de lanza contra el realismo socialista defendido por la Unión Soviética. Dado que algunos congresistas desconfiaban de las veleidades comunistas de aquellos “chiflados modernos” hasta el punto de ver en sus “garabatos” mapas en clave que señalaban las defensas militares de EEUU, fue la CIA la encargada de patrocinar, sin el conocimiento de los artistas, aquella triunfal gira europea.

Como recuerda la historiadora Frances Stonor Saunders en su ensayo de 1999 La CIA y la guerra fría cultural (publicado por Debate en traducción de Rafael Fontes), todo se hizo con la bendición de la institución que dictó la historia del arte del siglo XX: el MoMA, fundado en 1929 por un grupo de millonarios entre los que estaba la madre de Nelson Rockefeller, que llegó a afirmar que los americanos comunistas dejarían de serlo "si valorásemos su méritos artísticos". Convertido en gran mecenas, su hijo Nelson hablaba de la todopoderosa pinacotea como de "el museo de mamá" y del expresionismo abstracto como "pintura de la libre empresa". La muestra del Guggeheim está patrocinada por la Fundación BBVA.

Si el protagonismo de Smith demuestra que no todo era pintura en el expresionismo abstracto, la sala dedicada a las instantáneas de Harry Callahan, Herbert Matter o Aaron Siskind subraya que los fotógrafos hicieron algo más que retratar a Pollock pintando a brochazos en el suelo de su estudio de Long Island (aunque tampoco falta en Bilbao la famosa imagen tomada por Hans Namuth en aquel mítico año 50). Se trataba de “traer a la luz un expresionismo abstracto para el siglo XXI”, afirma David Anfam, comisario de la muestra junto a Edith Devaney y Lucía Agirre. Siguiendo el discurso de Anfam, la exposición desmantela uno a uno los lugares comunes asociados a algo que él prefiere llamar “fenómeno” y no movimiento: “nunca estuvo formado por un colectivo reducido ni cohesionado de artistas” y nunca publicó manifiestos programáticos. En el “grupo” la búsqueda de lo sublime (Clyfford Still) convivía con el erotismo (De Kooning), el lirismo (Hofmann) con los himnos (Franz Kline), la hiperactividad (Pollock) con la meditación (Philip Guston) y la caligrafía (Gorky) con el imperio del color (Mark Rothko).

Aunque Pollock con 13 lienzos, Rothko con 8 y Still con 12 –nueve de ellos salidos por primera vez de la pinacoteca que atesora su legado en Denver- siguen siendo los grandes protagonistas del recorrido, la visita es una enmienda a la historia tal y como nos la habían contado. Ni eran solo pintores ni fueron solo hombres (ahí están Lee Krasner, Janet Sobel, Joan Mitchell o Barbara Morgan) ni solo blancos (Norman Lewis cobra cada vez más protagonismo) ni solo neoyorquinos (Pollock no habría sido el mismo sin Wyoming ni Rothko sin San Francisco). Ni siquiera eran todos norteamericanos (Gorky nació en Armenia; De Kooning mantuvo la nacionalidad holandesa hasta 1962, y el propio Rothko, nacido Marcus Rothkowitz, era de origen letón). Esa es la gran lección de una colectiva que subraya además el origen figurativo de los futuros campeones de la abstracción al tiempo que desmiente el mayor de los tópicos: su absoluta independencia de tradiciones que no fueran la estadounidense. Amén de que muchos tenían sus raíces biográficas en el viejo continente, la monumentalidad de su obra no habría sido del mismo tamaño sin la influencia de los muralistas mexicanos o sin la llegada del Guernica de Picasso a Nueva York en 1939. Por no hablar de la influencia de la arquitectura renacentista en las “fachadas” –así llamaba a sus cuadros- de Rothko o del hecho de que el artista favorito de Pollock –“el más grande desde Miró” según el crítico Clement Greenberg- fuera El Greco.

Jackson Pollock, como David Smith, murió en un accidente de tráfico. Rothko, como Gorky, se suicidó. Kline fue víctima del alcohol. Sucedió entre 1948 y 1970. Todos vivieron para conocer la gloria. Cuando De Kooning murió en 1997 era el pintor vivo más cotizado. Hace un año, en febrero de 2016, se pagaron 277 millones de euros por un cuadro suyo. Tal vez fuera “desastroso” para ellos ponerse un nombre, pero seguro que ha sido un buen negocio.

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Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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