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Crítica | LA LUZ ENTRE LOS OCÉANOS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Bajo el signo de Jano

A la base mitológica se le superpone una estética afectada que da lugar a un melodrama sin decisiones obvias pero poco sintético

LA LUZ ENTRE LOS OCÉANOS

Dirección: Derek Cianfrance.

Intérpretes: Michael Fassbender, Alicia Vikander, Rachel Weisz, Florence Cléry.

Gran Bretaña, 2016

Duración: 133 minutos.

Cuando, en los primeros compases de La luz entre los océanos, Tom Sherbourne (Michael Fassbender), veterano de la Primera Guerra Mundial que ha regresado del frente con profundas heridas morales, le cuenta a su amada Isabel (Alicia Vikander) el sentido simbólico de Janus Rock, el remoto enclave de la costa occidental australiana donde se levanta el faro al que ha sido destinado como vigía, da la impresión de que el director, Derek Cianfrance, está canalizando una obsesión personal. Jano, el dios romano de lo liminar, era representado con dos rostros, dirigidos, respectivamente, a lo que ya ha pasado y a lo que está por venir, como una puerta abierta a dos realidades, como ese faro que dirige su luz a dos océanos. Las películas de Cianfrance, y esta no es una excepción, también gustan de repartir su atención entre dos realidades enfrentadas o entre un enunciado y su contrario: el montaje de Blue Valentine (2010), su película revelación, alternaba la crónica de un deslumbramiento amoroso con el balance de daños que culminaba con la desintegración de una pareja; en Cruce de caminos (2012) la trama se prolongaba mucho más allá de las convenciones del tradicional relato cinematográfico para seguir el rastro de la herencia genética y moral de sus personajes una generación más allá. En ambos casos, el tiempo desempeñaba un papel dramático fundamental, como motor de erosión o como territorio para la gestión de la culpa.

Adaptación de la novela homónima de M. L. Stedman, La luz entre los océanos añade otra capa más a su referencia mitológica central: una niña será, asimismo, el faro que dirigirá, sucesivamente, su luz a dos parejas distintas alimentando un conflicto dramático en apariencia irresoluble. Esta es la primera vez en que el cineasta parte de material ajeno y el resultado no parece evidenciar demasiada capacidad de síntesis. También hay aquí soluciones estilísticas, como el abuso de fundidos encadenados, que cargan de afectación esta historia obsesivamente bañada en luz de crepúsculo. El relato es poderoso, carne de puro melodrama sin decisiones obvias, pero esa tendencia a enunciar incluso el sustrato simbólico acaba asfixiándolo.

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