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Chocolate para la paz en el Yasuní

Mujeres indígenas de Ecuador están usando el cacao para mejorar sus condiciones de vida y contribuir a la paz entre los pueblos en aislamiento

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Se llama Wao y proviene de la selva. No es el nombre de una persona, sino de una marca de chocolate elaborado por mujeres waorani en la Amazonía ecuatoriana. Más allá de un simple dulce para el paladar, este chocolate también pretende endulzar las relaciones entre dos pueblos indígenas que libran una guerra silenciosa e intermitente desde hace décadas: los waorani y los taromenane. Los primeros se aventuraron al contacto con misioneros estadounidenses hace 60 años y hoy viven integrados —aunque en muchos aspectos marginados— en la sociedad ecuatoriana. Los segundos se han mantenido ocultos en la jungla, pero sufren una creciente ocupación de su territorio por las explotaciones petroleras y madereras y el consecuente avance de carreteras y colonos. Ambos grupos han protagonizado sangrientos enfrentamientos en los últimos años, en una espiral de venganza que tuvo su último episodio en enero. Frente a esta situación, el chocolate producido por las mujeres waorani está aportando recursos económicos a su pueblo, desincentivando la caza de animales salvajes y la deforestación. Así, al no necesitar los waorani internarse en la profundidad amazónica, territorio de los taromenane, este chocolate orgánico está ayudando a construir la paz en el Yasuní, la reserva natural donde todos habitan.

Los waorani han sido un pueblo guerrero desde tiempos inmemoriales. Ocultos en la selva y ajenos al resto del mundo, se movían libremente por la Amazonía mucho antes de que las fronteras nacionales existiesen. Se cree que los waorani vivieron en un aislamiento milenario, dado que su lengua no comparte rasgos con ningún otro idioma amazónico. Envueltos en conflictos con otros pueblos indígenas y empeñados en defender su territorio frente a los invasores españoles y mestizos, los waorani también se vieron inmersos en ciclos de violencia interna. En los años previos al contacto con religiosos del Instituto Lingüístico de Verano —iniciado en 1956—, los diferentes clanes waorani estaban librando una guerra civil sin cuartel. Unas familias mataban a otras y más tarde otras ejercían la venganza. Tratando de escapar de esa espiral sangrienta, algunos optaron por reunirse con los misioneros, quienes atrajeron a los indígenas para iniciar su evangelización. Sin embargo, el clan liderado por Taga, los tagaeri, decidió permanecer en la selva por desconfianza hacia los forasteros, quedando con los taromenane como los últimos pueblos en aislamiento de Ecuador. En la actualidad, se cree que los tagaeri han desaparecido o se han integrado a los taromenane.

Waodani Okiye significa mujer Waorani en su propia lengua. Estas mujeres guerreras luchan por su pueblo, sus hijos e hijas, por su territorio y por la paz entre los pueblos indígenas que habitan la Amazonía ecuatoriana
Waodani Okiye significa mujer Waorani en su propia lengua. Estas mujeres guerreras luchan por su pueblo, sus hijos e hijas, por su territorio y por la paz entre los pueblos indígenas que habitan la Amazonía ecuatorianaEsteffany Bravo S.

“Los abuelos cuentan que antiguamente los hombres querían guerra y las mujeres decían que ya no más, que querían vivir en paz”, revela Mencay Nenquihui Nihua, presidenta de la Asociación de Mujeres Waorani de la Amazonía de Ecuador (Anwae). Esta organización, creada en 2005 para mejorar la vida e independencia de las mujeres, es la que ha puesto en marcha el proyecto del chocolate Wao. “Estábamos preocupadas porque los hombres estaban sacando mucha carne del monte, cazaban y luego lo vendían en el mercado”, recuerda Mencay. “Si seguían así, iban a acabar la carne y nuestros hijos ya no iban a tener. Además, el dinero que ganaban se lo dejaban en diversión y volvían vacíos a casa”, lamenta la dirigente de 39 años.

Para acabar con el expolio de animales silvestres, las mujeres waorani buscaron la forma de generar ingresos para sus comunidades sin necesidad de cazar. Primero, comenzaron a realizar artesanías para vender en las ciudades. Recuperando técnicas ancestrales enseñadas por sus abuelas, las mujeres tejieron a mano pulseras, collares o bolsos utilizando como materia prima la fibra de chambira, una planta amazónica que crecía cerca de sus casas. Más tarde, con ayuda de Traffic, organización asociada a la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), pusieron en marcha el proyecto chocolatero. “Tuvimos que capacitar a las mujeres de las comunidades para que aprendieran a cultivar el cacao, a hacer la fermentación, la cosecha y el secado del grano”, explica Mencay. El cacao cultivado por las waorani, que responde a la prestigiosa variedad ecuatoriana conocida como cacao fino de aroma, se planta en lugares que ya habían sido deforestados previamente, evitando tumbar los majestuosos árboles amazónicos para iniciar nuevas plantaciones. Una vez cosechado, la Amwae compra el cacao a las productoras a un precio superior al del mercado y lo traslada a la fábrica Bios en Quito, donde se transforma en barras de chocolate de 50 gramos. Finalmente, la asociación se encarga del empaquetado y la distribución del producto, que se comercializa en tiendas y supermercados de todo Ecuador a un precio de 2,60 dólares. Tanto en el caso de las artesanías como del chocolate, todos los beneficios obtenidos recaen directamente en las mujeres waorani. La iniciativa tuvo tanto éxito que el mercado local de carne silvestre dejó de funcionar. En reconocimiento a su esfuerzo, la AMWAE fue galardonada por Naciones Unidas con el Premio Ecuatorial 2014.

Para acabar con el expolio de animales silvestres, las mujeres waorani buscaron la forma de generar ingresos para sus comunidades sin necesidad de cazar

“No somos productoras grandes, pero con el cacao y las artesanías hemos podido ayudar a nuestros hijos con educación y salud. Ese ingreso nos ha ayudado mucho”, confiesa Mintare Baihua, mientras muestra orgullosa las mazorcas de cacao que cultiva junto al resto de mujeres de la comunidad waorani de Miwaguno, en la provincia de Orellana. Con párpados y pómulos pintados de rojo achiote y una corona de plumas sobre su cabeza, esta aguerrida mujer se muestra preocupada por el conflicto que su pueblo mantiene con los taromenane. “Muy cerca de aquí viven familias de aislados. Tenemos que respetarlos porque somos vecinos. Vivir en paz sin pelear, entender que no podemos ir más allá de nuestro territorio para que no nos ataquen”, expone en su idioma wao terero. Con el dinero que aporta la producción de cacao a su comunidad, Mintare y el resto de mujeres waorani facilitan que los límites territoriales sean respetados y favorecen la paz con los pueblos que viven camuflados en la espesura de la jungla.

Guerra en el Yasuní

Las alarmas saltaron en marzo de 2013, cuando un grupo waorani masacró a una varias decenas de taromenane, incluidos mujeres y niños, dentro del bloque petrolero 16, operado por Repsol. El brutal ataque, en el que se usaron armas de fuego, era la respuesta al reciente asesinato de dos ancianos waorani a manos de los taromenane ese mismo mes. Estos acontecimientos violentos, que tenían su antecedente más cercano en otra masacre contra los taromenane en 2003, sirvieron para confirmar no solo la guerra silenciosa que tenía lugar en la selva ecuatoriana, sino la propia existencia de los aislados, puesta en duda por muchos. Esa prueba la encarnaron dos niñas taromenane, Konta y Daboka, secuestradas por los waorani. Después de matar a toda su familia, los asaltantes capturaron a las infantes de tres y siete años, respectivamente, y las llevaron consigo como muestra de su victoria. Los taromenane, temidos por su corpulencia y su destreza en el manejo de sus enormes lanzas, no respondieron hasta enero de 2016, cuando atravesaron el cuerpo de una pareja waorani que transitaba en canoa por el río Shiripuno. El hombre, llamado Caiga, falleció al instante, pero su esposa Onenka sobrevivió, convirtiéndose en una de las pocas personas que han estado frente a los taromenane y han vivido para contarlo.

En marzo de 2013, un grupo waorani masacró a una varias decenas de taromenane, incluidos mujeres y niños

En 2009, antes de que la espiral de violencia entre los dos pueblos se recrudeciera, ocurrió otro suceso trágico: una mujer mestiza y sus dos hijos fueron lanceados por los taromenane en la comunidad de Los Reyes, a pocos metros de un pozo petrolero. Aquel incidente demostró que la violencia no responde solo a una guerra entre indígenas. “Los aislados se han vuelto agresivos porque cada vez se van quedando con menos territorio. Sienten que están perdiendo su selva porque para ellos talar un árbol es como quitarles la casa”, argumenta Washington Huilca, promotor de la Fundación Labaka que vive desde niño en la región aledaña al Yasuní. “Yo vine con mi familia a fundar una comunidad en la Amazonía, éramos pobres y veníamos en busca de tierras. En aquella época todo era selva, apenas había carreteras y no había ataques”, narra este hombre de 48 años originario de la provincia andina de Bolívar. “De joven caminaba por la selva y me encontraba con casas extrañas. Entonces no lo sabía, pero ahora me doy cuenta de que eran casas taromenane. Ellos nunca nos hicieron nada, a pesar de que a veces la leña todavía estaba encendida, por lo que estaban cerca”, relata Huilca, quien colaboró en la Caravana de Paz organizada por su fundación en julio de este año, continuando el legado del capuchino vasco Alejandro Labaka, asesinado en 1987 por los tagaeiri en un intento de contacto.

De contar con un territorio de cientos de miles de hectáreas entre los ríos Napo y Curaray —en lo que hoy se conoce como Reserva de la Biósfera Yasuní—, los pueblos aislados están viendo drásticamente reducido su territorio, principalmente por el avance invasivo de las empresas petroleras y la frontera agrícola. “La explotación ha hecho que estos pueblos tengan menos territorio, menos cacería y pesca. La contaminación y el ruido de las motosierras y los helicópteros también les afectan. Todo eso hace que estén muriéndose de una manera silenciosa”, asevera Huilca, quien critica que el gobierno esté tratando de desplazar a los campesinos colonos de la zona pero al mismo tiempo promocione la explotación petrolera. “Lo que necesita la gente de acá son proyectos productivos que permitan solventar las necesidades de educación, salud y demás. Solo así se evitará que la gente siga avanzando más adentro de la selva en busca de tierras”, opina. Y ahí es donde el chocolate Wao está jugando un papel importante. Al proveer de ingresos al pueblo waorani, evita la necesidad de internarse en la jungla en busca de comida u otros recursos para consumir o vender, minimizando la posibilidad de encuentros sangrientos con los taromenane y permitiendo que estos vivan con una presión menos sobre su territorio.

Cada vez más arrinconados en una Amazonía en la que antes podían moverse sin obstáculos, los pueblos ocultos de Ecuador observan cómo industrias extractivas y colonos mestizos e indígenas amenazan su aislamiento y su propia supervivencia. Por si fuera poco, el intercambio de ataques con sus vecinos ancestrales de la selva, los waorani, ha menguado dramáticamente su número de miembros, que apenas se cuenta por unos pocos centenares. En ese clima de violencia, el chocolate producido por las mujeres waorani arroja luz sobre la oscura noche amazónica. Mejorando las condiciones de vida de los waorani, el cacao de la jungla construye las condiciones para una paz que permita la perduración de los taromenane como pueblo en aislamiento. Aunque, de momento, el conflicto no parece haber acabado. Rodeada de la densa vegetación del Yasuní, Mencay no pierde la sonrisa pese a los tiempos difíciles que vive su tierra. “Tenemos que ser felices siempre, no importa que estemos en guerra”, proclama sin dejar de observar la pulsera que teje entre sus robustas manos.

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